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Cien años del único paseíllo de Juan Belmonte en Teruel: las crónicas hablaron de tarde desastrosa y de un público “poco inteligente” en las gradas Cien años del único paseíllo de Juan Belmonte en Teruel: las crónicas hablaron de tarde desastrosa y de un público “poco inteligente” en las gradas
Un cartel para la historia. Colección particular de Francisco Belmonte

Cien años del único paseíllo de Juan Belmonte en Teruel: las crónicas hablaron de tarde desastrosa y de un público “poco inteligente” en las gradas

El mejor torero de todos los tiempos estuvo en el coso turolense
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F.J.B.

Juan Belmonte es el más grande torero de la historia solo igualado en fama, mérito y leyenda por Manuel Rodríguez Manolete. Con una salvedad hecha. Belmonte se inventa el toreo moderno. Así de sencillo. Por eso es importante que lo recordemos hoy, cien años después  de que el Pasmo de Triana hiciera el único paseíllo de su vida en Teruel. Fue en la antigua plaza de toros ubicada junto a los terrenos de la actual Iglesia de San León. Cien años desde que se alojara un 31 de mayo de 1919 en el entonces Hotel Turia, ahora reconvertido en Reina Cristina, para vestirse de torero en nuestra ciudad. Ni que decir tiene que su presencia en los carteles supuso un acontecimiento inusitado para los turolenses que llenaron el coso en su totalidad. 9.000 almas se dieron cita en las gradas de la antigua plaza para ver con los propios ojos quién era ése al que los gacetilleros de la época llamaban “El Fenómeno”. Y lleno a pesar de unos precios prohibitivos para el Teruel de aquella época. Nada menos que 7 pesetas valía un tendido de sombra. Por cierto, el cartel que completaban el hermano de Juan, Manuel Belmonte, y Valerito, aunque este diestro fuera sustituido a última por Nacional. Los Toros, de Manuel Lozano. 

Pero bien es sabido que “corrida de expectación, corrida de decepción”, y la cosa no terminó de cuajar en éxito. Por lo menos así lo reflejan las crónicas del día. Mal ganado y día gris del sevillano. Quizá en su ánimo de aquella tarde de San Fernando pesara el importante compromiso que al día siguiente tenía adquirido en Madrid. Quizá, pero echado el ojo a El Mercantil, diario independiente de Teruel que en su portada rezaba “Defensor de los intereses de la provincia y especialmente de los agrícolas y pecuarios”, se dio tunda al maestro, a los toros y hasta al púbico “poco inteligente” de Teruel. El cronista anónimo ventilaba así la tarde: 

Bajo el titular “La corrida de Belmonte, Cuatro verdades sobre el programa de festejos”, la crónica dice así: “Al son de bombo y platillo, un bombo y un platillo capaces de hacer llegar sus sonidos, por lo mucho y lo fuerte que uno y otro se han golpeado al propio corazón de África, se anunció, se jaleó, se preparó y se celebró la corrida de Belmonte. Digo la corrida de Belmonte, porque este apellido era el que servía de reclamo y tapadera para fijar unos precios absurdos (en Teruel, entiéndase bien) a las localidades, y celebrar el taurino festejo con un lleno garantizado y con el mínimo posible de gastos en todo lo que no fuera la contrata del niño de Triana que según se asegura se contrató a él mismo. 

Y sucedió… lo que forzosamente tenía que ocurrir.

La corrida del 31 fue el espectáculo más insulso, estúpido y aburrido que pueda presenciarse.

Toros (¿?) pequeños (180 kilos la canal). Belmonte no iba a pedir miuras de poder y presentación.

Faenas incoloras, y llevando como único fin el de acabar fuera como fuera. Belmonte no iba a disgustarse en un circo taurino ocupado por un público poco inteligente. En resumen. Una mala novillada que a los inteligentes quizás causara indignación y a los profanos aburrió de una manera solemne, y para probar que no incurrimos en la más pequeña exageración ahí va un compendio de lo que hicieron los maestros.

Belmonte, que en su primer toro (o lo que fuera) quedó mal, aún lo hizo peor en el segundo. El temerario valor de este torero no apareció por parte alguna, hasta el punto de que fue silbado en varias ocasiones…” Y añade “Públicamente se oía que Belmonte no iba a dar nada en esta plaza. Un torero cuyo aliciente primordial es el valor temerario, se reserva para las grandes poblaciones esas que dan unas cuantas corridas y algo de fama; pero no expone su vida en una capital pequeña en la que probablemente o volverá a actuar jamás. La corrida de aquí ni da ni quita cartel y por lo tanto no merece la pena que un super-torero (es decir, un semidios) se juegue el pellejo…” Esa fue la historia del paso por Teruel del genial Belmonte.

De Sevilla a la gloria del toreo

Hay quien dice que la grandeza de Juan Belmonte hubiera quedado solo en leyenda si el genio del periodista Chaves Nogales no hubiera plasmado su vida y milagros en una biografía que muchos consideran la mejor que se ha escrito en lengua castellana. Y seguramente tendrá razón quien así hable. No se puede entender la dimensión torera del genio sevillano, y su azarosa e intensa vida, sin la literatura llena de luz que se plasma en el libro “Juan Belmonte, matador de toros”.  Esa obra nos lo hace visible y emocionante cien años después de su paso por la plaza de Teruel, cuando el genial trianero dictaba sus bienaventuranzas a todo el orbe taurino y el genial periodista se enamoraba del mito que entonces se estaba construyendo.

Pero de dónde viene Belmonte. Juan nace en Sevilla un 14 de abril de 1892 en el seno de una familia que vive el clima de los barrios populares de Sevilla. Nace en la Calle Ancha de la Feria donde su padre tenía una pequeña tienda de quincalla. Años después, tras una herencia familiar, es cuando emigran todos al barrio de Triana donde quedó huérfano de madre con muy corta edad. Eso seguramente marcó parte de la personalidad trágica que le acompañó de por vida. Apenas fue a la escuela. Solo entre los cuatro y los ocho años pero desde ese momento nace en él una pasión desmedida por el toreo que emula las hazañas de toreros sevillanos del pasado. Su pasión, como la de la charpa que junto a él visitaba en noches de adolescencia y luna llena las dehesas de Tablada, es Antonio Montes. De ese tiempo precisamente surge ese halo romántico que ha contagiado a toreros posteriores a él: Torear desnudo en las dehesas a la luz de la luna. Pero en su caso era algo menos bohemio y más prosaico. Había que cruzar a nado el Guadalquivir para llegar a las vacas, de ahí que él y sus amigos lo hicieran desnudos para de regreso recoger la ropa y volver secos a casa. Hacer la luna. ¡Cuánto ha inspirado eso a los toreros!

Pero es verdad que Antonio Montes marca sus sueños toreros y también su concepto inicial de faena. De hecho, el toreo de Montes es precursor del arte posterior de Belmonte porque ambos acortan la distancia hacia el animal. Juan se basa en las formas y en el concepto que le trasmite el subalterno Calderón, un amigo del padre de Belmonte que tomó al joven como émulo de sus sueños después de que Montes, con el que iba de banderillero, falleciera corneado en México años atrás. Se puede decir que Belmonte aprende de Calderón lo que Montes había ya intuido. Pero el adolescente trianero ve en Montes algo más. Advierte sus limitaciones físicas, cosa que no le impide el éxito. Montes tenía unos rasgos y unas hechuras que no le acompañaban en lo garboso que debe ser un espada. Y era sordo. Juan por su parte era patizambo, jorobado, tartamudo, bajo de estatura y con una quijada prolongada que le afeaba el rostro. Pero los dos se trasformaban al vestir de luces.

Esa trasformación se desvela un 21 de julio de 1912 en Sevilla. Belmonte cautiva de novillero a la parroquia y desde ese momento divide Sevilla en dos bandos. El suyo, toreo de barrio, de pobres y de lunáticos imprudentes; y el de otro jovencísimo novillero, Joselito el Gallo, que representa la tradición, la élite, lo clásico, lo tasado y lo glorioso hasta ese momento. Y la emocionante división lo es desde Sevilla a toda España y a la historia misma del toreo porque con ellos se vive la página más gloriosa de este arte durante sus siete años juntos en los ruedos. De 1913 a 1920, año en el que Joselito es corneado y muerto en Talavera. La Edad de Oro del toreo.

Y es verdad que Joselito le venció en Talavera muriendo en la plaza, a decir de algunos biógrafos, pero Belmonte se la devolvió en forma de mito y envuelto en la literatura y la intelectualidad de Chaves Nogales, Pérez de Ayala, Valle Inclán, Lorca, Gerardo Diego, Romero de Torres, Zuloaga… rendidos todos a su arte. A Belmonte lo admiraron las mentes más preclaras de su tiempo y eso forma parte de su mito y su patrimonio. Así escribe Pérez de Ayala en el homenaje que toda la intelectualidad española ofrece al diestro en Madrid: “…capotes, garapullos, muletas y estoques, cuando los sustentan manos como las de Juan Belmonte y dan forma sensible y depurada a un corazón heroico como el suyo, no son instrumentos de más baja jerarquía estética que plumas, pinceles y buriles, antes los aventajan…”

Para entonces Juan Belmonte ya es una leyenda en vida. Todos los toreros quieren parecerse a él y de él surge una posterior época maravillosa en las plazas: La Edad de Plata del toreo que bajo su influjo conforman diestros míticos como Marcial Lalanda, Chicuelo, Nicanor Villalta, Domingo Ortega, Gitanillo de Triana, El Niño de la Palma, Vicente Barrera, Domingo Ortega… Nunca tantas figuras unidas en un mismo tiempo y todas nacidas del genio y la inteligencia de Belmonte, que en 1936 dirá definitivamente adiós a los ruedos aunque siguiera como rejoneador durante unos cuantos años más. Pero el destino quiso dar una última noticia sobre el genio sevillano que conmovió a España. Juan Belmonte se suicidó un 8 de abril de 1962 a la edad de 70 años. Era el trágico final a una existencia impregnada de un halo dramático que lo hizo tan personal y atractivo. Durante mucho tiempo el destino final de Belmonte se ocultó y se vivió bajo los silencios cómplices de la época. Se habló en corrillos y sotto voce de amores no correspondidos, de problemas económicos... Sin embargo, una carta manuscrita por su amigo Martínez de León desveló el misterio no hace muchos años. Dice la misiva “No sé qué habrá llegado hasta ti sobre la muerte de Belmonte, pero lo cierto es que Juan se suicidó de un solo disparo por encima de la oreja derecha, tremenda decisión que, por lo visto, tenía tomada hace tiempo. Ni amores contrariados, ni absurdos problemas económicos. Juan se ha negado a pararle, aguantarle y mandarle al último toro de su vida: al de la vejez. No ha querido que este toro último lo zarandee y ponga en ridículo y ha dado la “espantá” (la única de su vida), precisamente en el momento que Corrochano calificó de “la hora de Belmonte”, un atardecer, allá en su finca de “Gómez Cardeña”. Al entierro no fue mucha gente. A sus funerales, nadie. La Iglesia pasó por alto el suicidio. Gerardo Diego concluyó así: “Apiádate, Señor, de Juan Belmonte”

La revolución de un arte

Einstein es a la física lo que Juan Belmonte al toreo. Las viejas fórmulas antes de él y un mundo nuevo y revolucionario por descubrir a partir de su magia y de su genio. De hecho no se puede entender el toreo de Roca Rey o el de Pablo Aguado, por poner ejemplos de actualidad candente y elevada, sin la trascendental contribución del trianero a la técnica, la creatividad e incluso la filosofía que supone asumir un nuevo concepto de faena y una nueva forma de sentirse torero en las plazas. Porque Juan Belmonte eleva a rango de arte lo que hasta entonces había sido gracia torera, y convierte en inspiración cuasi divina lo que hasta él se había ponderado bajo los parámetros de la técnica. El cambio es tan radical que aquella máxima de Lagartijo según la cual “Viene el toro, se aparta usted o le aparta el toro” se convierte en las manos de Belmonte en “Viene el toro y no se aparta usted porque se aparta el toro”.  Así de drástico y contundente es el cambio.

Pero cuales son las claves de esa metamorfosis que inspira Belmonte, la misma que torna en mariposa lo que hasta Gallito había sido oruga: El valor suicida del trianero, su inteligencia sobrenatural y una sensibilidad tan apasionada que contagia corazones. Y un espíritu pionero que le lleva a descubrir que la quietud en la cara del toro es posible y desde él rotundamente necesaria. Aunque hasta ese instante tienen que trascurrir varios años en los que su toreo vive envuelto en heroicidad constante. Belmonte está a merced de los toros que no dejan de levantarle los pies del suelo en el estudio de esas nuevas formas. Es cuando Guerrita sentencia “Aligerarse pa verlo” creyendo su carrera bien corta. Y es que le cogen porque pisa terrenos hacia la cara del toro que nadie antes osó invadir. Ni siquiera el viejo Califa cordobés. Hay que decir que esa primera época belmontiana de un toreo épico, osado y extremadamente valiente se extiende desde 1913, año de su alternativa, a la muerte de Gallito en 1920 y en las astas de Bailaor. Es la Edad de Oro del toreo porque en ambos dos confluye la máxima expresión del toreo antiguo en la gracia de Gallito, enfrentada a la revolución de un toreo incipiente que solo Belmonte conoce y se atreve a realizar. Y es una época de pasiones y enfrentamiento en las plazas que se dividen por uno u otro espada. Federico Nietzche lo identificó como nadie lo había hecho antes: Si Gallito es lo apolíneo, Belmonte es lo dionisiaco. 

Pero después de 1920 la sabiduría de Belmonte ya le ha hecho madurar su arte y se inicia una segunda fase de su revolución que es sin duda la más trascendente para el devenir del toreo. La épica se torna estética. El valor se hace arte. El muletazo valiente se torna dramática belleza y García Lorca lo bautiza como “Duende barroco”. Es un arte retorcido, lleno de nueva luz que aspira sobre todas las cosas a la hermosura desde un halo dramático que conmueve. Y aquí es donde se dicta la nueva máxima que rige el toreo moderno: Parar, templar y mandar, frase a la que Domingo Ortega añadirá años después lo de cargar la suerte.

Para entonces Belmonte emociona de una forma nunca conocida antes. Es arrebatador, inspirado, emocionante, hondo... Su media verónica trasciende los cánones de la misma belleza para hacerla pura inspiración divina que hoy aún se puede atisbar en el toreo de Morante y antes en el de Emilio Muñoz. Y él le concede a la faena de muleta el rango trascendente que hoy posee. La muleta ya no sirve solo para preparar para la muerte, para quebrar las ínfulas del animal. La muleta es fundamental en ella misma porque de ella emana la belleza. Escribe el genial Guillermo Sureda Molina que “Belmonte eleva a primerísimo plano la faena de muleta, crea el toreo estático, se sitúa frente al toro como nunca lo había hecho nadie, crea el temple y crea el toreo corto”. Así de mágico es su toreo. Así de genial es su revolución.