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Perderse en la nieve,  el gran peligro del que no  se libraron en el pasado  ni reyes como Felipe II Perderse en la nieve,  el gran peligro del que no  se libraron en el pasado  ni reyes como Felipe II
Máquina quitanieves en la provincia de Teruel (año 1964)

Perderse en la nieve, el gran peligro del que no se libraron en el pasado ni reyes como Felipe II

La corte real se desorientó y el episodio dio lugar a una pragmática en 1586 para poner pilares en los caminos
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El museo del Prado expone un óleo sobre lienzo de Francisco de Goya denominado El Invierno, obra de 1786. En medio de una ventisca, tres caminantes se cruzan con otros dos, uno de ellos armado y el otro con una mula que carga un cerdo abierto en canal. Todos van abrigados como pueden, sin faltar la clásica manta, prenda multifuncional que nunca faltó entre arrieros o caminantes en cualquier época del año (de ahí lo de “carretera y manta”). No busquen huella del camino o de la senda. Con la nieve desaparece todo rastro, toda guía.

Durante siglos, perderse en la nieve en condiciones meteorológicas tan hostiles fue uno de los grandes peligros que sufrieron los arrieros, ganaderos o peregrinos, únicos que, en general, se atrevían a viajar. Y de perderse no se libraba nadie, aunque fuera el mismísimo Felipe II con toda su augusta corte. En febrero de 1585 el rey emprendió el viaje de Madrid a Zaragoza, por el camino real de ruedas que desde Alcolea del Pinar conducía a Daroca por Maranchón, Balbacil, Anchuela, Tartanedo, Tortuera y Used, para seguir después por el viejo puerto de San Martín hacia Cariñena. Pues bien, entre Alcolea y Maranchón, el cronista real Cock describió que “era tanta la nieve que caía por la tarde que no hallábamos camino, y si Dios no nos socorriese, teníamos miedo de quedar en el campo”. Esta terrible experiencia motivó la pragmática real de 1586, una de las primeras dictadas sobre caminos: “Que los del nuestro Consejo provean y den orden como se pongan pilares en los puertos para señalar los caminos, por los peligros que en tiempos de nieves incurren los que caminan por ellos por no estar señalados”.

En la provincia de Teruel existe, probablemente, la sucesión de pilares (“pilones” aquí) más larga de España, aunque son probablemente del siglo XVIII. Se trata del antiquísimo itinerario de la Lana (no busquen camino en el sentido actual, no lo había), con pilones de piedra entre Corbalán – Cabigordo – El Pobo, Allepuz-Villarroya de los Pinares y entre Fortanete – La Iglesuela del Cid – Portell de Morella. Constituyen un ejemplo extraordinario y muy bello de balizamiento vial histórico. De hecho, el tramo entre Allepuz y Villarroya está declarado Bien de Interés Cultural, distinción que bien merece también el resto de los tramos.

Pilones en las inmediaciones de El Pobo

La construcción de carreteras en el siglo XIX no fue una garantía para no perderse o no tener problemas. En enero de 1903 el coche correo de Teruel a Alcañiz no llegó a su destino. A los tres días fue encontrado por la guardia civil cerca de Pancrudo, atascado en medio de la carretera nevada. Era tristemente habitual encontrar en la prensa de la época referencias a transeúntes muertos a causa del frío. En este sentido, hasta la llegada del automóvil y del imperio de la velocidad, hay que destacar el importante servicio que ofrecieron las ventas, que en cierta medida estructuraron las principales rutas, y en especial las denominadas “ventas de puerto”, ubicadas en zonas montañosas poco pobladas, en las que los caminantes sorprendidos por el mal tiempo podían necesitar aguantar algunos días.

Para la limpieza de nieves en los caminos y carreteras, hasta bien entrado el siglo XX no hubo otra alternativa que el paleo, evidentemente utilizado solamente en casos puntuales (no estaban los pueblos para estos trajines). A Felipe II le abrieron camino los de Anguita, y otros viajeros pudientes dejaron constancia de la laboriosidad de los lugareños, siempre a cambio de alguna propina.

Como en tantas cosas, el ferrocarril fue pionero. Contaba con la potencia de las máquinas a vapor, por lo que ya en el siglo XIX se implantaron las primeras cuñas delante de la locomotora para despejar la nieve. En las carreteras esto no era posible por carecer de máquinas con potencia. Las rastras o barredoras arrastradas por animales se utilizaron solamente en la limpieza de calles de las principales ciudades. Los denominados locomóviles, máquinas a vapor que podían circular por carreteras, no alcanzaban la velocidad adecuada ni tenían la autonomía necesaria. Basada en estos armatostes, en 1889 se inventó la primera motoniveladora, por lo que la técnica se iba preparando. No obstante, la primera quitanieves implantada en un vehículo a motor data de 1913 (por la empresa Good Roads) y en 1923 se idearon las primeras cuñas implantadas en un automóvil.

En España hubo que esperar hasta la década de 1950, cuando se importaron varios camiones con cuña y alguna turbina, para su uso (con propaganda en el NODO incluida) en puertos importantes, como Pajares. Fue en la década de 1960 cuando, tras el informe del Banco Mundial, se eliminaron los camineros aislados en sus casillas y se crearon los parques de Zona, a los que se dotó de maquinaria, incluidas las quitanieves. La primera fotografía que dispongo de una máquina quitanieves funcionando en Teruel data de 1964 y las primeras noticias informando del estado de nuestros principales puertos se ofrecieron en el diario Lucha en 1963. Fue el punto de partida para otra forma de dar a conocer la provincia de Teruel en los noticiarios de la época, gracias a la retahíla habitual de puertos con problemas: Bañón, Mínguez, Traviesas, San Just, Esquinazo o Escandón, y eso que no solían mencionarse otros puertos de la red secundaria mucho más altos y con mayores problemas invernales. Por cierto, lo de llamarse Esquinazo es moderno: en el siglo XIX se denominaba Espinazo de Cañada Vellida.

“La nevada” o “El invierno”. Francisco de Goya. Museo del Prado

Para quien piense que esto de la vialidad invernal viene de antiguo, hay que decir que la primera nota de servicio ministerial sobre la materia data de 1975, y que hasta 1988 no se dieron instrucciones para organizar el servicio, que siempre contó con medios muy inferiores a los necesarios.

Respecto a la lucha contra el hielo, en 1975 se habló por primera vez en un medio oficial de utilizar fundentes (el cloruro sódico, fundamentalmente), conviviendo todavía con el remedio ancestral (que ya se proponía en los libros técnicos del siglo XIX) como era extender gravilla o polvo de carbón para evitar deslizamientos. De hecho, en nuestra temida “Cruceta” de La Puebla de Valverde llegó a haber acopios de gravilla para extender en caso necesario. ¿Y cómo se extendían estos fundentes? En los primeros tiempos, mediante el sacrificado y peligroso trabajo de un par de camineros armados con sendas palas y subidos a la caja del camión, esparciendo directamente la sal en la carretera. Pronto aparecieron los esparcidores. Al principio eran simples distribuidores de la sal que se debía suministrar en una pequeña tolva, también a mano y desde la caja del camión. En el museo de Carreteras de Teruel hay uno expuesto. Ya a finales de la década de 1970 se adquirieron saleros con distribuidor. Fue un gran avance.

En la red estatal de la provincia hubo que esperar al siglo XXI para aumentar significativamente el número de quitanieves y de personal, establecer protocolos de actuación, efectuar tratamientos preventivos, disponer de una buena red de silos y almacenes de fundentes, dar servicio las 24 horas e implantar nuevas tecnologías de gestión e información. No es algo tan antiguo…

Esparcidor de fundentes con carga manual de su pequeña tolva. Museo de Carreteras de Teruel