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José Luis Rubio
Seguramente ninguno de ustedes habrá tenido la suerte de conocer a Ricardo González. Yo sí. Le conocí hace más de 35 años pero entonces no sabía que su ejemplo iba a calar tanto en mi forma de ser y de pensar.

La de Ricardo sí ha sido una vida llena de altibajos. Empezó a trabajar en la Bolsa, pero desde abajo, cuando las acciones se vendían vociferando desde el parquet del Paseo de Recoletos de Madrid. Allí fue asumiendo responsabilidades hasta ser un reputado agente de valores al que la conversión al nuevo sistema digital dejó fuera de juego. Ricardo se reinventó varias veces, siempre con una sonrisa y siempre cuidando de su esposa Marimí y de sus hijos Mónica y Álvaro.

Cuando se deshacía el nudo de la corbata aparecía el Ricardo de verdad, el que se hizo un hombre en el macizo de Peñalara y el que siempre que podía salía en busca de aventuras. Caminar, montar en bici, escalar (en clásica, por supuesto) o esquiar, todo le encajaba y todo lo hacía bien con la destreza del que disfruta hasta el infinito.

Una mañana, hace 25 años, cuando todavía me estaba iniciando en la bici de montaña, subí pedaleando el puerto de Guadarrama para visitarles a todos. Recuerdo ese día porque fue mi primer puerto de montaña y porque entonces Ricardo me dijo que “el deporte es una escuela de vida”. Y aunque en el primer momento no le di importancia, solo unas pocas horas después aquello empezó a macerar.

Hoy puedo decir sin tapujos que eso marcó mi vida. Sí, me encanta hacer deporte. Y no hago más porque no tengo ni el tiempo ni el dinero para ello. Y de cada sesión, de cada salida o de cada desafío aprendo algo.

El deporte me ayudó a soportar el confinamiento en 2020, consciente de que después de un rato malo llega uno bueno. En las carreras pasa y en la vida, también. Es solo un ejemplo, pero hay mil más.

Y eso solo viene a confirmar que la cuestión no es “¿podré hacerlo?” porque sí, puedo hacerlo. La pregunta correcta que he aprendido después de tantos errores en el deporte es “¿cómo se hace?”.