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José Luis Rubio

Me miro las piernas y todavía hoy encuentro cicatrices de mi niñez. Me fijo en mis rodillas y no puedo evitar esbozar una sonrisa de nostalgia. Todavía recuerdo cómo, cuándo y dónde me hice cada una de esas heridas que hoy luzco con orgullo como si se tratara de galones de guerra. Cada una de esas marcas en mi epidermis, y no necesariamente circunscritas a las extremidades inferiores, fueron fruto de algún exceso, de algún descuido o de errores de cálculo. Y con cada una de ellas aprendí algo.

No recuerdo ningún episodio de mi niñez con mi carne mortal ilesa. De niño me pasaba el día montado en la bici, patinando, trepando a los árboles, saltando, construyendo cabañas en las cuevas o fabricando armas balísticas rudimentarias con pinzas, gomas, globos y alguna pieza de madera como materias primas. Y, claro, eso solía pasar factura en mi pobre humanidad.

En mi casa no faltaron nunca la mercromina, las tiritas, el agua oxigenada y el jabón. Mi madre siempre tuvo a mano el número de teléfono de alguna vecina enfermera, por lo que pudiera pasar (y pasaba). Incluso mi tío me tuvo que remendar en alguna ocasión la cabeza. De puro bueno.

De pequeño siempre tuve costras en las rodillas y barro en las culeras del pantalón. Y cuanto más barro y más costras, mejor, porque solía ser síntoma de una tarde más divertida. Costras y barro.

Salía de casa tragando el último bocado de la comida y no regresaba hasta el ocaso. Deambulábamos por el mundo como perros sin amo, en busca de aventuras. Por eso nuestros pantalones siempre llevaban aquellas rodilleras adhesivas que se despegaban constantemente.

Y hoy, en el parque, solo veo niños como salidos de un anuncio. Pequeños impolutos e ilesos.  Preciosos en su pulcritud y su inocencia, a menudo jugando solos. Niños que no le darían con una piedra a un elefante en un pasillo (con perdón de los paquidermos). Unas generaciones para las que, desde la nostalgia, reivindico los bajos del pantalón llenos de barro y las rodillas con costras.