Por qué cruzó el pollito la calle o el chiste de los tomates saltando a la carretera son solo algunos de los ejemplos de la hilaridad que puede provocar un gesto tan cotidiano como el abandonar la seguridad de las aceras para adentrarse en el territorio de los vehículos a motor.
¿Por qué cruzó el pollito la calle? Para llegar al otro lado. Sí, lo sé. Como chiste no tienen mucha gracia y mi mente ha preferido borrar quién o cuándo me lo contaron, pero no puedo evitar recordarlo cada vez que veo a alguien saltar a la calzada fingiendo una carrerita tan estéril como efímera. Y si no, no me digan ustedes que no se han fijado en esas personas que para llegar al otro lado desdeñan los pasos de cebra para saltar al vacío del tráfico rodado arrancándose con una carrerita más propia de Chiquito de la Calzada que de Usain Bolt. Sin embargo, ese ímpetu tan atlético apenas les dura dos o tres pasitos, tan torpes como ineficaces, y antes incluso de haber alcanzado el ecuador de la calle aminoran su esprint para terminar andando con un paso de banderillero de plaza de segunda y mirando de reojo y con desdén la posible llegada de coches.
Al margen de las aristas legales de cruzar la calle fuera de los límites del paso de cebra, ese amago de arrancada es toda una declaración de intenciones.
Arrancar corriendo implica la presencia de un riesgo. Pero para la mayoría de las personas que he visto cruzar con ese desparpajo, el riesgo empieza con el hecho mismo de la galopada por ser una acción a la que no parecen estar muy acostumbrados. Después llega el repentino frenazo en mitad del carril, como diciendo “aquí estoy yo y ahora, si tienes narices, me atropellas”, aprovechándose de la buena fe del conductor en un acto de imprudente chulería.
Todo el mundo sabe que lo negro de los pasos de peatones es lava y quema. Pues en el resto también, así que si deciden jugarse la vida, háganlo, pero deprisa y sin molestar a los demás, silvuplé.
Y ahora se preguntarán por el chiste de los tomates, pero créanme, es mejor que lo dejemos ahí.