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José Luis Rubio

Me resisto a creer que la maldita brecha generacional sea tan profunda. Soy incapaz de encajar que el lenguaje se haya hecho tan simple como para que los chavales celebren cualquier buena noticia, una canción que les guste, una tarde soleada o lo que sea que les haga felices espetando “pec”.

Me resulta complicado seguir el ritmo de acrónimos, iniciales y otras abominaciones con las que se comunica la generación millenial y me resisto a aceptar que cualquier cosa agradable o positiva se resuelva con diciendo “pec”. Para los que, como yo, no sabían qué significa, “pec” son las iniciales de Por El Culo. Es un paso más allá en la perversión lingüística a la que se nos ha sometido y que empezó con anglicismos como “lol” u “OMG”, acrónimos de Lot Of Laugh (reírse a carcajadas) y Oh, My God (¡Dios mío!), ambas en inglés.

Esta nueva jerga, concebida entre la brevedad de un tuit y una estulticia recalcitrante, sigue evolucionando. Y al que le guste, pec, y al que no, también pec.

Sí, lo sé. Yo ya le he dado la vuelta al jamón y pienso más en la jubilación que en el botellón. Y aún así, reconozco que hablo antiguo. Mis propios compañeros de trabajo me lo dicen. Debo ser una de las tres o cuatro personas que en la última década han escrito la palabra berbiquí y que se ha referido a un carnet de baile lleno para decir que tiene la mañana ocupada.

Soy de los que disfrutan con las entradas que la periodista retirada Isabel Cortel hace en sus redes sociales recuperando palabras en desuso y de los que repasan los glosarios que publica regularmente el Centro de Estudios del Jiloca. Me entretengo imaginando la etiología de las palabras y su evolución a lo largo del tiempo y me emociono leyendo y pronunciando en voz alta vocablos como “embeleco”, “albur” o “francachela”.

La etimología permite comprender un poco mejor de dónde venimos y quiénes somos. Al menos hasta ahora, porque por mucho que me esfuerzo mi cerebro no logra  entender qué aporta un “pec”.

Yo prefiero seguir hablando antiguo, hablando bonito.