Sed
A veces las cosas más cotidianas se valoran poco, o nada. A menudo, lo rutinario mata el valor extraordinario de las cosas. Ese es uno de los motivos por los que me gusta salir de viaje con la bici, por buscar descubrir cosas extraordinarias que no se vean emborronadas por la desidia del día a día.
En mi opinión, un viaje ha merecido la pena cuando no puedes dejar de pensar en ese instante en el que el tiempo se detuvo, apenas solo un poco, y que se incrustó en tu memoria grabado a fuego.
Hace más de tres semanas que volví de mi última excursión, y todavía se asoma una sonrisa cuando recuerdo el tintineo del escuálido chorrillo de agua que caía tímidamente en aquel abrevadero.
En mis petates llevaba todo lo necesario para poder hacer frente prácticamente a cualquier contingencia. Menos a la falta de agua. Sí, fue culpa mía porque calculé mal mi autonomía, el calor, la dureza del recorrido y una inesperada falta de fuentes que dejaron a cero mis reservas de agua. Y ya no había vuelta atrás. Se echaba encima la noche, mi teléfono no tenía cobertura y el primer pueblo al que podía llegar estaba a más de 20 kilómetros de caminos.
Por eso, cuando el día apuraba sus últimos instantes y al tomar una curva y vi ese chorrillo, el sentimiento de preocupación, primero, y desesperación, después, se convirtió de repente en pura felicidad. ¡Tenía agua! Podía beber hasta hartarme, podía cocinar e incluso lavarme la cara, acartonada por el sudor. Maravilloso.
La sensación de paz, de que al final todo estaba bien, de que siempre hay una salida y que cuando se cierra una puerta, se abre una ventana, de que Dios aprieta pero no ahoga, fue brutal. Y todo por un chorrillo de agua con el que terminar con la sed.
En casa basta con accionar el grifo para que el agua mane, y se nos olvida que eso no siempre es así ni se da en todos los sitios.
Ahora, pienso en los subsaharianos que huyen de la sed o del hambre saltando concertinas o echándose al mar en busca de una sensación parecida y resulta que les entiendo un poco más.
En mi opinión, un viaje ha merecido la pena cuando no puedes dejar de pensar en ese instante en el que el tiempo se detuvo, apenas solo un poco, y que se incrustó en tu memoria grabado a fuego.
Hace más de tres semanas que volví de mi última excursión, y todavía se asoma una sonrisa cuando recuerdo el tintineo del escuálido chorrillo de agua que caía tímidamente en aquel abrevadero.
En mis petates llevaba todo lo necesario para poder hacer frente prácticamente a cualquier contingencia. Menos a la falta de agua. Sí, fue culpa mía porque calculé mal mi autonomía, el calor, la dureza del recorrido y una inesperada falta de fuentes que dejaron a cero mis reservas de agua. Y ya no había vuelta atrás. Se echaba encima la noche, mi teléfono no tenía cobertura y el primer pueblo al que podía llegar estaba a más de 20 kilómetros de caminos.
Por eso, cuando el día apuraba sus últimos instantes y al tomar una curva y vi ese chorrillo, el sentimiento de preocupación, primero, y desesperación, después, se convirtió de repente en pura felicidad. ¡Tenía agua! Podía beber hasta hartarme, podía cocinar e incluso lavarme la cara, acartonada por el sudor. Maravilloso.
La sensación de paz, de que al final todo estaba bien, de que siempre hay una salida y que cuando se cierra una puerta, se abre una ventana, de que Dios aprieta pero no ahoga, fue brutal. Y todo por un chorrillo de agua con el que terminar con la sed.
En casa basta con accionar el grifo para que el agua mane, y se nos olvida que eso no siempre es así ni se da en todos los sitios.
Ahora, pienso en los subsaharianos que huyen de la sed o del hambre saltando concertinas o echándose al mar en busca de una sensación parecida y resulta que les entiendo un poco más.