

EFE
Imagino que debí ir a la playa por primera vez con tres o cuatro años. Vivo en Valencia desde el verano en que cumplía un año, pero no creo que mis padres me llevasen en aquellos primeros años de emigrantes a pasar el día junto al mar. Se lo tengo que preguntar a mi padre a ver si recuerda (probablemente ambos vimos el mar por primera vez el mismo día).
El caso es que a pesar de llevar casi medio siglo yendo a la playa con cierta regularidad sigo anclada en estrategias erróneas que me impiden disfrutar en paz de la escasa horita de brisa marina (más se me hace largo).
Llego a horas destempladas. Muy temprano. Así, a pesar de la interminable ola de calor, es posible encontrar huecos en medio de los miles de bañistas. Por la mañana, cuando la mayoría está por llegar, la estrategia es esencial. Es muy fácil caer en la tentación de ocupar el hueco amplio, alejada de todos los que han madrugado aún más. Así, durante unos minutos (rara vez alcanza al cuarto de hora), se oye el vaivén de las olas con los ojos entrecerrados y ensoñadores frente al sol.
De pronto, un grito del tipo “¡Ahí, ahí, Mari Carmen!”. Y llegan en grupo. A favor del género masculino he de decir que la voz (cantante y, sobre todo, parlante) la llevan ellas, convirtiendo el bucólico entorno marino en una extensión del salir a la fresca con la silla por la noche. Y mira que yo he sido de salir a la fresca con mis abuelos, pero en la playa, a las 9.15 AM no apetece participar de tertulias ajenas amenizadas por tápers de tortilla, cervecitas y sandía ajenos. Tal vez sea envidia por la capacidad logística y de organización de equipos, pero lo cierto es que ahí caigo en que hubiera sido mucho mejor ponerse entre aquel par de parejas de mediana edad (o sea, como yo) que van con silla y sombrilla, pero también con periódico y sin rastro de niños gritones (¿gritaban así mis hijos?). Hubiéramos tenido vecinos desde el minuto uno, pero con un riesgo controlado.
En resumen: mejor conozcan a sus vecinos antes de tomar la arena con su toalla y no especulen con lo que pueda venir. Casi nunca será de su conveniencia.
El caso es que a pesar de llevar casi medio siglo yendo a la playa con cierta regularidad sigo anclada en estrategias erróneas que me impiden disfrutar en paz de la escasa horita de brisa marina (más se me hace largo).
Llego a horas destempladas. Muy temprano. Así, a pesar de la interminable ola de calor, es posible encontrar huecos en medio de los miles de bañistas. Por la mañana, cuando la mayoría está por llegar, la estrategia es esencial. Es muy fácil caer en la tentación de ocupar el hueco amplio, alejada de todos los que han madrugado aún más. Así, durante unos minutos (rara vez alcanza al cuarto de hora), se oye el vaivén de las olas con los ojos entrecerrados y ensoñadores frente al sol.
De pronto, un grito del tipo “¡Ahí, ahí, Mari Carmen!”. Y llegan en grupo. A favor del género masculino he de decir que la voz (cantante y, sobre todo, parlante) la llevan ellas, convirtiendo el bucólico entorno marino en una extensión del salir a la fresca con la silla por la noche. Y mira que yo he sido de salir a la fresca con mis abuelos, pero en la playa, a las 9.15 AM no apetece participar de tertulias ajenas amenizadas por tápers de tortilla, cervecitas y sandía ajenos. Tal vez sea envidia por la capacidad logística y de organización de equipos, pero lo cierto es que ahí caigo en que hubiera sido mucho mejor ponerse entre aquel par de parejas de mediana edad (o sea, como yo) que van con silla y sombrilla, pero también con periódico y sin rastro de niños gritones (¿gritaban así mis hijos?). Hubiéramos tenido vecinos desde el minuto uno, pero con un riesgo controlado.
En resumen: mejor conozcan a sus vecinos antes de tomar la arena con su toalla y no especulen con lo que pueda venir. Casi nunca será de su conveniencia.