

EFE
Llevo toda la semana riéndome por lo bajini al recordar una anécdota del actor Quim Gutiérrez. La verdad es que él lo cuenta con mucha gracia y yo soy un desastre, así que resumiré. En pleno momento de pasión, él le dice a su pareja “Me encanta”. Acto seguido, ella, tras trocar su gesto a una mueca de extrañeza, empieza a tararear, cada vez más entregada. A lo que él le inquiere, “¿Pero qué haces?”. Y ella, contesta: “¿No me has dicho que cantara?”. Aunque yo se lo haya destripado, y casi descuartizado, les recomiendo que lo busquen en redes y echen unas risas (que nunca vienen mal).
A lo que iba: el ruido en la comunicación puede venir de muchas formas. Y una es cuando alguien nos dice algo que no esperamos oír. O cuando nos viene a contrapié porque estábamos en otros menesteres. O cuando hacemos oídos sordos incluso a un clamor generalizado. Y nuestro presidente parece haber pasado por todo ello de forma que no entiende qué está pasando.
Aquello de que no hay más sordo que el que no quiere oír. A su favor diré que los embelesos y zalamerías esgrimidos por sus agradecidos socios no le dejan ver la realidad de algo que clama al cielo para el común de los mortales: la gravedad de lo sucedido con sus hombres de confianza no puede quedar indemne ni quedar tapado por una perceptible pérdida de peso. El presidente está demacrado, sí. Como si hubiera destapado el retrato guardado en su cuarto secreto y de pronto se viera todo el sufrimiento (o toda la culpa, el tiempo dirá) que arrastra su alma después de esta travesía de siete años en la que de pronto parece que todo era mentira, hasta las bases de aquella regeneración democrática anticorrupción que paradójicamente defendió Ábalos en la moción de censura con la que empezó todo. Entre tanto ruido ya ha olvidado que no ganó las elecciones, que está rodeado de imputados en su familia, en las instituciones y en el partido del que es secretario.
Y que la respuesta a veces no es pedir perdón y resistir hasta morir sino enfrentarse a los ciudadanos (a quienes sirve) y someter su labor al escrutinio público con las herramientas previstas en nuestro ordenamiento jurídico. Y así sabrá si nos encanta su gestión. O no.
A lo que iba: el ruido en la comunicación puede venir de muchas formas. Y una es cuando alguien nos dice algo que no esperamos oír. O cuando nos viene a contrapié porque estábamos en otros menesteres. O cuando hacemos oídos sordos incluso a un clamor generalizado. Y nuestro presidente parece haber pasado por todo ello de forma que no entiende qué está pasando.
Aquello de que no hay más sordo que el que no quiere oír. A su favor diré que los embelesos y zalamerías esgrimidos por sus agradecidos socios no le dejan ver la realidad de algo que clama al cielo para el común de los mortales: la gravedad de lo sucedido con sus hombres de confianza no puede quedar indemne ni quedar tapado por una perceptible pérdida de peso. El presidente está demacrado, sí. Como si hubiera destapado el retrato guardado en su cuarto secreto y de pronto se viera todo el sufrimiento (o toda la culpa, el tiempo dirá) que arrastra su alma después de esta travesía de siete años en la que de pronto parece que todo era mentira, hasta las bases de aquella regeneración democrática anticorrupción que paradójicamente defendió Ábalos en la moción de censura con la que empezó todo. Entre tanto ruido ya ha olvidado que no ganó las elecciones, que está rodeado de imputados en su familia, en las instituciones y en el partido del que es secretario.
Y que la respuesta a veces no es pedir perdón y resistir hasta morir sino enfrentarse a los ciudadanos (a quienes sirve) y someter su labor al escrutinio público con las herramientas previstas en nuestro ordenamiento jurídico. Y así sabrá si nos encanta su gestión. O no.