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Raquel Fuertes

He ido hoy a una charla de un gurú de la felicidad que no puedo nombrar porque, aunque todo el mundo lo conoce y sabemos a qué se dedica, dice que no sé dedica a esto. Al margen del juego de palabras, es cierto que el hombre sabía apelar a las emociones a pesar de que la amplitud del auditorio y lo temprano de la hora no animaban a la calidez y el contacto (por no hablar del chicharro que caía en el sur ya de buena mañana).

Y sí, lo ha conseguido: emocionarnos y hacernos cuestionar muchas de las grandes mentiras en las que basamos nuestro fundamento rutinario. No les voy a aburrir, pero al final esto se trata de perspectiva y esperanza. Expectativas y punto de vista. Optimismo e ilusión.

¿Suena moña? Un poco. Así que para rebajar el nivel ñoño les contaré un experimento hecho con ratas para que vean cómo el miedo y el estrés pueden matarnos (literalmente en el caso de las pobres ratas, animalicos, pero eso es otra columna). Puestas a nadar en un barreño con las paredes lisas, sin posibilidad de escapatoria, las ratas mueren a los 15 minutos, agotadas, por culpa del estrés. Es lo que tiene no ver salida. En cambio, en un charco las ratas pueden nadar hasta 80 horas porque saben que pueden salir. Moraleja: aunque nos metamos en charcos, hay salida.

Desde luego, me ha dado el mismo mal rollo que a ustedes el experimento de las ratas. Pero llevado a lo humano es fácilmente trasladable a cómo vivimos hoy y a cómo nos metemos en atolladeros que nos hacen colapsar porque no somos capaces de ver una solución.

Y ahí venía la definición de optimista. Todos tenemos problemas que a veces nos ahogan, pero conocemos a gente con problemas tremendos que no sólo sobrevive, sino que vive y sonríe. ¿Cómo es posible? Porque los optimistas buscan soluciones. ¿Y los pesimistas? Buscan culpables. Mirar a un lado o al otro. Miren a su alrededor. En el bar, en casa, en el trabajo, donde estén leyendo el periódico. Clasifíquense ustedes… y a los que le rodean. Magnífico ejercicio para reafirmarse en que, al final, todo es perspectiva.

Ah, y la receta final: abrazarse, sonreír, mantener la ilusión, decir cosas bonitas y nunca dejar un “te quiero” en el tintero. La felicidad era esto.