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Piso compartido Piso compartido

Piso compartido

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Raquel Fuertes

Hace no muchos años, quizás incluso en este siglo, cuando uno sobrepasaba los 20 empezaba a sentir como una comezón, un algo que le impelía a buscar el modo de independizarse y vivir su propia vida sin el tostonazo sobreprotector de los padres, por muy amorosos y consentidores que fuesen.

Durante lustros esa escapada era causa de gran disgusto si no mediaba libro de familia (católica) sellado en las páginas 2 y 3. Algunos, valientes, se iban solos u optaban por vivir en pecado. Y solo los estudiantes forasteros compartían piso, aprendiendo a valorar lo bien que se vivía en el hogar familiar y a anhelar vivir sin turnos de baño o estantes delimitados en la nevera (aun sabiendo que en el otro modelo tocaba limpieza y había que llenar la nevera completa). De verdad, esto sucedía en un pasado no muy lejano. Pocos eran estadísticamente los hijos que permanecían en casa pasados los 30.

En esta evolución involutiva que vamos sufriendo sin visos de remisión el modelo ha cambiado drásticamente. Hoy la edad media de emancipación bordea los 30 (los hombres la rebasan) y, además, muchos no se van a vivir en pareja o solos, sino que han de optar a una habitación con derecho a cocina y baño compartido. Se pueden hacer chascarrillos mil. Pero es más dramático que gracioso, la verdad. No poder gozar de independencia (y responsabilidad total sobre el destino propio) hasta bien entrada la treintena tiene efectos psicológicos y sociológicos de gran calado (psicólogos y sociólogos, perdónenme la simplificación de algo tan complejo).

Hoy, afortunadamente, hay muchos modelos de familia y todos se van abriendo paso en nuestra cerrazón de miras. Sin embargo, cada vez hay menos familias (parejas, monoparentales, mismo sexo… da igual). Cada vez hay más pisos compartidos y un retraso en empezar historias de vida independientes que son, finalmente, el germen de una sociedad y el principio que mueve a la evolución. Así que sí, el piso compartido es una solución que parecía transitoria pero que cada vez se alarga más en el tiempo y en las historias de vida y para la que, tal y como marcha nuestra economía y dinámica laboral y social, habrá que buscar soluciones más reales, eficientes y creativas que una ley de vivienda sin mimbres.