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Juan Vicente Yago

Por mucho que la cúpula insista -que insiste como si belcebú la pinchase con el tridente al rojo- en lo del bochorno canicular, no se ve indicio ninguno de que al gentío, a la plebe, a la chusma le importe un bledo el asunto. Puede más el mal del ímpetu, ese prurito loco de salir a todo trance y a cualquier precio, ese impulso feroz de imitar/acatar los modelos que proponen/imponen los informativos, las publicidades, las pelis y series y los otros mil y un excipientes en los que la del trueno emulsiona los principios activos de su torpe ingeniería social.

Cuenta el reportero en riguroso directo el calor, el vulturno, casi la ignición espontánea del aire, del país entero y de sí mismo, y se ve a su espalda una multitud que pulula impertérrita, un populacho sufrido y animadísimo, una marabunta inaccesible al desánimo, un tropel de lunáticos transpirando a chorros, buscando la sombra, empapándose la cabeza, lambiscando helados y dándose aire con ventiladores a pilas, con abanicos, con cartones, con las manos; un turbión enajenado resoplando, vomitando, arrojándose a las fuentes, desmayándose, reventando, sucumbiendo, muriéndose de calor pero en la calle, fuera de casa, resistiendo hasta el final, yendo culos y viniendo culos, sintiéndose parte de la gusanera, retorciéndose y buscando refugio en ella, quejándose, gritando, gesticulando y maldiciendo pero sin rehusar jamás el ambientillo, el batiburrillo, el revoltijo y el alterne con visos, insinuaciones, alucinaciones y falaces promesas de algo más.

No hay inclemencia que arredre al vulgo, a la incontable cáfila de azogados que condensa en quince días de apretado programa y febril actividad lo que un rentista desgrana en las cuatro temporadas del año. Son millones de quieroynopuedos alborotados, trastornados, frenéticos, obsesionados por el erotismo de medio pelo, por la quincalla lúbrica, por la concupiscencia barata y la gula chabacana en que su enorme cortedad cifra el ocio, el placer y el descanso permanente del rico. Es una estampida, un aluvión de zascandiles que lo llenan todo sin saber estar; que intentan vivirlo todo sin saber vivir; que imitan famosos y emporcan lugares; que buscan la felicidad en donde no está y venden su alma por la sugestión, el delirio y el humo de un refocile, de una experiencia grosera que parezca neutralizar sus insatisfacciones, conjurar sus amarguras y llenar la fosa insondable de su vacío espiritual.

De modo que ahí están y de ahí no se mueven, haga cuarenta grados u ochenta; que no renuncian a su espurio imaginado regocijo, a la milagrosa catarsis que han proyectado y de cuya eficacia se han y les han convencido; que ponen sus carnes a la parrilla infernal por un instante de falsa libertad; que se atorreznan sin remedio para imitar sin éxito a los torrezneros, a los regalones y holgazanes de todo el año; que acuden como polillas a la llama de los deleites embusteros; que aguantan lo indecible bajo la cruel solanera y sobre la brasa del asfalto con tal de alargar el espejismo del enseñaculismo; que prefieren el jamacuco, el sofoco, el vahído y el soponcio del mironeo callejero al frescor de las cuatro paredes y la persiana bajada.

El reportero los mira torrefacto, estupefacto y un tanto irritado. Le desmienten la crónica de lo asfixiante con su impavidez heroica. Debiera estar la calle desierta, pero no cabe un alfiler. Sedientos, hipotensos, marchitos, exhaustos, pero azotando bulevares. Mal del ímpetu.