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La cocina de mis libros La cocina de mis libros
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La cocina de mis libros

Nacho Escuín
No sé si lo he contado, pero me gusta tanto la cocina como la literatura. A veces paso tantas horas leyendo como viendo programas de recetas en mi televisión. Cocinar me relaja y me ayuda a poner la mente en blanco y cuando me meto en harina solo me centro en eso y dejo de pensar en todo lo demás. Salpimento, sofrío, aso, amaso y horneo. Confecciono mis platos muchas veces desde las recetas que he visto y en otras ocasiones me dejo llevar por la improvisación y creo mis propios platos. Me gusta cocinar para mí pero ante todo me gusta hacerlo para los demás, casi tanto como leer a los demás. Algunas veces cuando pienso en esta afición mía por la cocina lo relaciono con la manera que tienen algunos de cocinar desde el poder y cómo confeccionan sus propios platos a partir de las recetas que vienen marcadas por los modelos establecidos o por sus propias creaciones. Se ordenan ante mí modelos de “organización culinaria” distintos y veo a sus chefs cómo reparten cargos y responsabilidades y amasan y atesoran puestos a sus espaldas. Por supuesto, hay chefs, subchefs y aprendices para todos los públicos y todos los gustos. Hay algunos más audaces y otros más tradicionales, los hay más innovadores y otros más conservadores, los hay más sensibilizados con el medio y otros más centrados en ellos mismos…

Ya me perdonaréis estos símiles míos, estos desvaríos propios de una mente que no funciona demasiado bien. Me pasa a todas horas, comienzo a pensar en algo que aparentemente es inocuo y lo traslado a algo que en apariencia no tiene nada que ver, pero en mi manera de pensar todo está conectado. Soy un convencido de la perspectiva cognitivista del lenguaje, esa que entiende que todo está unido y que no se puede entender la morfosintaxis si no se entiende el léxico y su pragmática. Soy un seguidor de las teorías que ordenan todo desde propuestas no jerárquicas y sí del rizoma. No creo en el canon, no creo en el mercado, no creo en las modas, no creo en las apariencias, no creo en las etiquetas ni creo en los compartimentos estancos donde colocar a los demás.

No creo en la bondad absoluta pero tampoco creo en la maldad absoluta, no creo que lo bueno sea contrario de lo malo, ni creo que blanco y negro lo sean, ni creo en géneros absolutos. Creo en el híbrido, creo en lo que lo otros tienen que decir y en que lo hagan en igualdad de condiciones sea cual sea su mensaje –la utopía posible de Alfredo Saldaña-.

Si fuera un chef de esos que cocinan en los programas de la tele sería de los que desde la tradición y sus guisos se abren a nuevas técnicas y sabores todo el tiempo, quizá sería tan excesivo como los que menciona Irvine Welsh en su Secretos de alcoba de los grades chefs. Pero no lo soy, solo soy un aprendiz que deja su mente en blanco y trocea, pica y pone en la plancha todo lo que cae en mis manos. Si fuera uno de esos chefs que dirigen o confeccionan una organización desde el poder tendría que dejar de serlo a gran velocidad o me apartarían rápidamente pues mis creencias y mi nulo instinto maniqueo no me permitirían ser autocrítico en demasía.

Hay un límite evidente entre la auto-crítica y la auto-destrucción. Pero, sabéis, tampoco creo en los límites o las fronteras. Todas me parecen difusas o impuestas, todo límite me parece el ejercicio de poder que alguien hace sobre los demás. Los límites están bien solo si ayudan a marcar una serie de normas pactadas por el bien de todos. Pero qué es  el bien de todos y quién decide cuáles son esas normas. Por cosas como estas necesito ponerme manos a la obra en la cocina, para dejar de hacerme preguntas que no me llevan a ningún sitio. No soy chef, solo soy un aprendiz de todo, quizá demasiado curioso, que quiere probar los manjares que habitan en este mundo y conocer lo que piensan los demás. Esto me han enseñado mis maestros y esto soy. Por suerte para todos solo me ha dado por los libros y la cocina.