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Isabel Marco

Era un día de trabajo, uno de esos conciertos especiales por el entorno y las características del lugar, en plena naturaleza, con el monte enmarcándolo todo, una ermita detrás de mí y después un mirador a un abismo precioso enmarcado por una puesta de sol espectacular.

Todo estaba en movimiento, la prueba de sonido y el personal de producción corriendo de un lado para otro con los últimos detalles para que todo estuviese previsto a la hora del concierto, ponía sillas para el público y atendían todas nuestras necesidades.

El único aspecto con el que no contaron fue con el de tener un aseo porque, aunque en el campo una se puede ocultar entre la maleza y así, agachada, hacer sus necesidades; ese día el campo no estaba como siempre, la verdad es que la intimidad brillaba por su ausencia: técnicos de sonido, personas señalizando el camino y los accesos a aquel paraje natural. Un ir y venir de gente que hacían muy probable que me viesen el culo si intentaba ir a mear. No es que mi culo sea diferente al de cualquiera, ya veis, una que se corta un poco si tiene que exponerse en esas situaciones, llamadme vergonzosa si queréis.

Poco después de terminar la prueba, mientras me estaba maquillando en la sacristía de la ermita, una persona de producción se ofreció amablemente a llevarme hasta el baño del bar del pueblo más cercano si hubiera necesidad. Yo le dije que sí, que había necesidad. Es de todo el mundo conocido lo de “la última meada” antes de salir a tocar. Yo soy de más de una meada, pero ese día no me iba a quedar más remedio que conformarme con eso, y más si ya empezaba a venir el público. Entonces sí que sí, las posibilidades de ocultarme eran nulas. Me monté en uno de los coches de producción y, tras más de cinco minutos de camino de piedras, llegamos al bar del pueblo. Pedimos algo para no abusar, fui al baño y volvimos a subir al lugar del concierto por aquel camino. Terminé de prepararme, me maquillé como pude con un espejo de bolsillo y miré el reloj. Diez minutos para empezar el concierto. Y yo ya me estaba meando otra vez. Mi interior me decía: Isabel, aguanta que es todo psicológico, acabas de ir al baño, es imposible que tengas ganas otra vez.

Al cabo del rato, llaman a la puerta: ¡Cinco minutos! Yo todavía más nerviosa, además de pis, me entraron ganas de “pas”. No me lo podía creer. Intenté concentrarme en no pensar, pero cada vez tenía más ganas y las mil imágenes metafóricas de ese momento venían a mi mente: la tortuga saliendo de su caparazón, plantar un pino... en fin, un largo etcétera de símiles escatológicos y ninguna solución.

Llegó la hora de salir a tocar y yo solo pensaba en que me estaba cagando, solo podía pensar en eso. Así que salí apretando el culo, literalmente. Comencé el concierto como siempre, presenté las canciones como siempre, pero en modo automático, pues solo podía pensar en las posibles soluciones para aquel imprevisto: un cubo de fregar que había en la sacristía, salir corriendo, desvanecerme como por arte de magia... Finalmente la cabeza hizo su trabajo; segunda canción, tercera... y, aunque no lo creáis, se me olvidó.

Terminé el concierto y ni siquiera me acordaba de lo mal que lo había pasado las primeras canciones. Mi técnico de sonido, que me conoce como la palma de su mano, me preguntó: ¿Qué te ha pasado en las primeras canciones?, ¿no te oías? Yo me puse muy colorada y le dije: Te voy a ser sincera, es que me estaba cagando.

Moraleja: el poder de la mente y los nervios pueden controlarse con concentración y meditación; las ganas de ir al baño, a veces también, pero hay que tener cuidado porque, en ambos casos, si no los sacas hacen tapón.