Síguenos
Ese trabajo que nadie quiere Ese trabajo que nadie quiere

Ese trabajo que nadie quiere

Isabel Marco

Nelly es una chica joven, fuerte y trabajadora que tiene que trabajar en una fábrica durante ocho horas levantando constantemente pesos elevados; una semana de mañana y otra de tarde. Trabaja ahí no porque le apasione levantar peso y ser como una máquina durante toda la jornada laboral, sino porque es el trabajo que ha encontrado para poder alquilar un piso, comer, vivir y ser sustento de sus padres y su hija. A la vez, Nelly estudia para ser auxiliar de farmacia y se está sacando el carnet de conducir. Al final de la semana las horas le pesan más que los grandes volúmenes que tiene que levantar día a día; pero el despertador suena por la mañana temprano aunque lleve turno de tarde, tiene que estudiar y llevar la casa antes de fichar.

Hoy su cuerpo se ha levantado dolorido, me muestra los moretones que lleva en los brazos y las piernas de cargar pesos en el trabajo. Ella es más fuerte que muchos, estoy segura, pero hoy dice que le duelen mucho los brazos y que necesita evadirse, necesita no pensar.

La historia de Nelly no es muy diferente a la de cualquier trabajador o trabajadora. La vida es así, es el tiempo que nos ha tocado vivir, muchas personas tienen que compaginar trabajo y estudios con la esperanza de una vida laboral mejor o, por lo menos, más placentera. Con la ilusión de que ir a trabajar no suponga un suplicio y que, al menos una vez, la superación en el trabajo consiga sacar una sonrisa de satisfacción. Sin embargo, rara vez ocurre, que se lo pregunten a los tres de cada diez jóvenes que están en paro a pesar de su currículum.

La historia de Nelly comienza a ser algo más difícil que la de muchas personas porque es ella sola la que tiene que hacer frente a esa vida, ser su propio motor y tirar para adelante como sea.

No solo eso, ella es madre soltera, otro hándicap más a añadir a su vida. Y, por si eso fuera poco, además es migrante. Ella, como muchas otras personas ha cruzado el océano sola, para intentar mejorar su calidad de vida y la de los suyos: sus padres y su hija, que esperan a miles de kilómetros la llamada diaria en la que son las lágrimas las protagonistas.

Me dice que no quiere hablar de eso mientras sus ojos se llenan de lágrimas que aguantan contenidas sujetándose al borde de un precipicio, el mismo en el que ella confiesa sentirse: "Hay días que pienso que no aguanto más", me dice a punto de convertirse en llanto. Empatizo con ella, a mí que me cuesta separarme de mi hijo las horas en las que trabajo de escenario en escenario, si pienso en que no voy a verlo en meses o quizá años, se me encoge el corazón hasta doler y el aire se me atasca en los pulmones.

Con ese cuerpo y ese espíritu, Nelly tiene que ir a trabajar, mantener el tipo y no bajar el ritmo, porque si no la despiden. En la fábrica, a nadie le importa que su hija no esté a su lado, que no tenga el apoyo de sus padres; en la fábrica no importa que todos los días llore en la soledad de su piso alquilado, no importa eso, solo que sea productiva.

En la calle intenta mantener la cabeza alta, va a comprar, hace sus recados como cualquiera y pasea por las aceras con miedo a pisar el suelo muy fuerte, no vaya a ser que se hunda como el agujero que tiene en el pecho.

Cuando habla de todo ello es como si mostrase su corazón arrugado por la pena y aprieta los labios para que no salga el grito de dolor que le provoca esa condena. A veces las lágrimas se le han escapado en la calle entre sollozos incontrolados, solo a veces, pues no puede permitirse ser débil. Ella es fuerte, tiene que serlo.

Mientras tanto, los demás, nos quejamos porque hoy hacía frio por la mañana y a mediodía calor, porque los niños gritan mucho o porque hay mucho migrante que viene a quitarnos ese trabajo que nadie quiere.