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Texto de Elifio Feliz de Vargas / Forografía de Selma Terzic

Ahora me llamo Cosmo, pero en la otra vida, cuando estábamos en Valencia, me llamaba Nacho. Cosas de mi padre que, antes de venir al pueblo, se empeñó en ir al registro civil para cambiarnos el nombre, porque lo nuestro iba a ser una transformación radical, como pasar de la noche al día, y debía abarcar todos los aspectos de nuestras vidas, empezando por el nombre. Él dejó de ser Roberto para convertirse en Elephtero y su novia Dennise escogió Pneuma.  A mí me dio a elegir entre cinco o seis nombres y me quedé con Cosmo porque era el único que podía recordar sin forzar la memoria, no porque fuese mejor o peor que los otros. En aquel momento, lo único que tenía claro era que no quería venir al pueblo.

Llegué aquí como Cosmo y así me llaman todos, menos Rafaela, la del multiservicio, que me dice Colmo, no sé si a mala idea o porque le faltan un montón de dientes y se le mezclan las letras al hablar. El abuelo Damián -que no es tal, sino tío de mi padre, pero al que todos le dicen abuelo por ser más viejo que un calendario del siglo pasado, según su propia versión-, siempre me llama Pardal, pero no hay que tenérselo en cuenta porque él tiene la costumbre de cambiarle el nombre a todo el mundo; por ejemplo, nunca se dirige a mi padre como Roberto o Elephtero, sino que le llama Atontao, lo mismo que a su novia le dice la Gabacha. Pero salvo estas dos excepciones, para el resto del pueblo soy Cosmo y parece que nadie tenga otro nombre de la boca. Todos quieren que pase a su casa a tomarme una limonada, a echarles de comer a las gallinas, a ver los gazapos que ha parido la coneja, o a hacerles un ratico de compañía, y yo, como no tengo nada mejor que hacer, allá que voy y, sea donde sea, termino empapuzado de bizcochos, mantecados y bebidas gasificadas, de las que tengo prohibido beber en casa, mientras veo los seriales de la tele o juego a la brisca con los viejos. Gracias a esos encuentros he descubierto que debo de tener un aspecto de lo más vulgar y corriente, porque mientras a unos les recuerdo a sus nietos, para otros, soy clavado a sus hijos cuando tenían mi edad.

Donde no parezco tan normal es en el colegio de Mora. Allí tampoco me llaman por mi nombre, pero no porque les suene extraño Cosmo, que entre Hamza, Nazli, Crina y Albi, resultaría de lo más normal, lo que ocurre es que son muy dados a poner motes y yo me convertí en el Rarito, gracias a una de las maestras que, el primer día de clase, cuando me vio aparecer con mi padre y su novia montados en un carro tirado por una burra, tuvo la ocurrencia de comentar en voz alta: “Ya tenemos cubierto el cupo de raritos”.

La burra se encojó a los pocos días, por no estar acostumbrada a pisar el asfalto según el diagnóstico de Dennise –de Pneuma, quiero decir-, pero el mal ya estaba hecho y aunque el resto del curso fui a clase en el autobús escolar, como todos los estudiantes de la comarca, no pude librarme de ser el Rarito. A lo mejor, con un poco de suerte, se olvidan del mote durante las vacaciones, o quizá en el próximo curso venga otro alumno nuevo al que poder traspasárselo. Todo es posible a lo largo del verano, por más que mi padre diga que los días no dan para nada. Tal vez, si se centrase en algo concreto, podría sacarle más provecho al tiempo, pero cuando termina su jornada como alguacil, se dedica a hacer chapuzas en la antigua casa del maestro, donde vivimos, o está grabando los videos de su novia para colgarlos en su canal de Youtube, dirigido a las personas que se han planteado abandonar la ciudad para regresar al campo. Pneuma hace videos tutoriales sobre cómo aclarar las tomateras, ordeñar a una cabra, fabricar jabón con aloe vera, o elaborar desodorantes veganos. Dice que es influencer, pero un día que vi su cuenta en internet y solo tenía contabilizados veintitantos seguidores. Tal vez hayan aumentado algo en este tiempo, pero ya no he tenido la oportunidad de comprobarlo, porque mi padre siempre tiene ocupado el ordenador, en alguna ocasión colgando ofertas o atendiendo pedidos en su plataforma de comercio de proximidad de productos naturales, y otras veces -la mayoría-, buscando la señal de wifi y despotricando por la porquería de cobertura que tenemos en el pueblo. Afortunadamente, el mal genio que le despierta la penuria informática desaparece en cuanto recibe un pedido de vino cosechero o miel de romero. Entonces, con un gesto de triunfo me dice: “Arrea, Cosmo, pásale el pedido al abuelo Damián”. Y el abuelo que no es mi abuelo, mete en una bolsa del Mercadona un envase de Nescafé lleno de miel y una garrafa de plástico precintada con esparadrapo para que no se escape el vino, al tiempo que improvisa un albarán en el reverso de una hoja de calendario en el que anota la mercancía entregada: “¡Toma, pardal! Y le dices de mi parte al Atontao que le va a costar más la salsa que los caracoles”.

A lo que queda de Roberto le fastidian bastante las pullitas del abuelo Damián, pero como Elephtero no puede perder el equilibrio espiritual por unos comentarios maledicentes y sigue en sus trece, convencido de que aprovechó la ocasión de su vida al aceptar el puesto de alguacil vacante, después de que la familia con tres hijos que nos precedió se hartase de vida rural y regresara a Barcelona. Demasiado seguro parece, sobre todo teniendo en cuenta que todavía no he encontrado a nadie que le dé la razón. Los menos críticos se encogen de hombros, como diciendo “¡allá cada cual!”, pero la mayoría piensan que hizo la tontada de su vida dejando un trabajo fijo para venir aquí a respirar aire puro (salvo los días que esparcen los purines en las fincas de cereal) y librarse del estrés de la capital, como si no fuese estresante cambiar las bombillas de las farolas, limpiar las calles de cagarrutas de oveja, o arreglar el muro del cementerio.

El abuelo Damián, cuando sale el tema del futuro, me aconseja que no siga los pasos del Atontao y la Gabacha. Dice que para pescar una buena oportunidad no hay que mirar a la fuente de la plaza, al reloj de sol de la iglesia o al silo de la cooperativa, ni siquiera a los campos aerogeneradores, sino a la carretera, que es por donde va y viene todo lo bueno. Por eso algunas tardes, cuando me aburro, me acerco a la serna, me acomodo en una paca de paja, lanzo el sedal de mi caña a la carretera y espero a ver si pica alguno de los coches que flotan en el asfalto  llevando mi oportunidad.


*ELIFIO FELIZ DE VARGAS. Después de una decena de premios literarios, de haber publicado siete novelas, cinco colecciones de relatos y numerosos artículos en revistas y periódicos, todavía me pregunto si tiene algún sentido escribir.

*SELMA TERZIC. Selma Terzic (Yugoslavia, 1965). Llegó a España en el 1987 para trabajar como profesora de inglés. Empezó con la fotografía en 2009, cuando se hizo socia de la Sociedad Fotográfica Turolense. Dio sus primeros pasos en fotografía de la mano de Ángel Torres, fundador de la sociedad fotográfica, junto a muchos otros socios que con el tiempo se han convertido en grandes compañeros fotográficos y amigos muy queridos. Su interés se centra en la fotografía paisajística y de retrato. Este último le ha enseñado a mirar más allá de la mirada y ver más de lo que su cámara ve. Ha participado en pocos concursos, pero el premio más valioso ha sido el primer premio concedido por mis compañeros de la SFT durante una edición del festival Teruel Punto Photo.

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