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Cuatro pasos o un cuento Cuatro pasos o un cuento
Fotografía de Clara Gómez Galeote (Clara GG)

Cuatro pasos o un cuento

Por Daniel Izquierdo Cavero

-I-

Mi abuelo guardaba los relojes en cajas de cartón como si hubiesen muerto. El tiempo, pensaba, no tendría agallas de pasar si encerraba los relojes. En su imaginación las horas eran un lactante invisible. Un mamífero amarrado al pezón de lo real que exhibía, en las agujas y dígitos del reloj, su insaciable sed nutricia.

Una mañana pura y enigmática como un folio escolar estalló el invierno en pleno verano y unos hombres extraños tomaron las calles en camiones entoldados que nunca se fueron. El mundo todo resultó ser una gran caja de cartón. Y nadie parecía conocer a nadie. Y las gentes guardaban silencio y las palabras desgarraban la carne y los ojos abrían trincheras y elevaban cipreses en los tímpanos de la tierra. Y hacía frío. Siempre hacía frío. Y cerraron la escuela.

-II-

Mi abuelo no sabía leer ni escribir pero todas sus palabras horadaban la piedra como dignas herederas de dios sabe qué insobornable barrena, transparente y mineral. Mi abuelo sostenía las palabras antes de pronunciarlas. Lenta, cabalmente. Era incapaz de hablar si antes no las amamantaba; si no sentía, en la ubre de su paladar, la vibración silente de sus significados, la efímera succión de una duda tímida y casual, el terciopelo virginal de su música. Sólo entonces, como si echase a volar secretas palomas bioluminiscentes, desplegaba los labios y entonaba su canción. Sólo después de observar las tripas, de acunar la piel de una palabra, mi abuelo la decía. Como su padre, mi bisabuelo. Como el otro que fui antes de ser yo.

- III-

La tarde en que se lo llevaron (maniatado con una cuerda de esparto o quizá de miedo) camino de la escuela que sin ninguna explicación habían clausurado semanas atrás, mi bisabuelo mascaba unas palabras a las que sin duda antes les había visto las tripas y acariciado la piel. Palabras raras y volátiles como una procesión de luciérnagas con esqueleto de cereza.

Con astillas de luz en los ojos y esas palabras secretas acaparándole la boca, cruzó mi bisabuelo el umbral de su casa con un hombre de camisa azul delante y otro detrás. En aquella casa, ya nunca volvió a entrar el verano. Al año siguiente, una carta sellada en Astorga hizo llorar a mi bisabuela. Mi abuelo, no volvió a ver a su padre.

Mi abuelo guardaba los relojes en cajas de cartón como si hubiesen muerto. Nadie entendía porqué lo hacía. O sí. Qué más da.

Evocando esa imagen, hoy, tres letras y una de ellas, muda; hoy, hoy, hoy, hemos metido al abuelo dentro de una caja de madera. En el bolsillo de su traje negro se han posado (clandestinas) unas palabras anchas e infinitas: las palabras que mascó su padre (mi bisabuelo) el día de su detención: …iva, viva la república, ca ca cabrones! La vida es un océano diluido en esporas.

-IV-

Mi abuelo guardaba los relojes en cajas de cartón. Junto a las cerillas, los calendarios viejos, el papel de liar y las primeras letras escolares de mi padre. Quería rescatar, como hiciera Noé en su arca de los animales, los restos del diluvio. Ahora lo sé. Ahora, ahora que la inundación se va poco a poco diluyendo y solamente queda, como un tatuaje amarilleado por los años, su mordiente coruscante en el barro insomne de los libros: las lágrimas fosilizadas de la Historia. La vida es un océano diluido en esporas. Cada espora, una caja de cartón.