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El retrato oculto El retrato oculto

El retrato oculto

El Espejo de Tinta, por Javier Silvestre

Por Javier Silvestre

Pablo intentaba no detenerse delante de la puerta de la Catedral. Aunque era una de sus obras más aplaudidas, no acababa de estar satisfecho con el resultado. Había hecho malabarismos para contentar al Obispado, que exigía una entrada demasiado pretenciosa para lo humilde del templo. La fortuna quiso que el ladrillo y los azulejos fuesen la materia prima. Materiales baratos que le permitieron dar cierto toque modernista en las arquivoltas de un pórtico que aún se le antojaba raro un lustro después. Assumpta est Maria in caelum, repasaba con la vista las letras góticas que coronaban el acceso a la Catedral para evitar encontrarse con alguien que le abordase con temas relacionados con su puesto como arquitecto provincial.

Aún se le aceleraba el pulso cuando recordaba cómo tuvo que irse de su Tarragona natal, tratado casi como un delincuente, por unos problemas con una partida de cemento con la que no tuvo nada que ver. Afortunadamente le quedaban buenos amigos de la Facultad de Arquitectura en Barcelona que le habían conseguido un hueco aquí, en una ciudad que le helaba el rostro y las manos incluso en las noches de verano.

Como era habitual, en invierno no había un alma en las calles. Apretó el paso y siguió recorriendo unas callejuelas que, si pudiese, tiraría abajo para dejar que el sol calentase unos adoquines a los que jamás llegaba la luz del Sol. Cruzó los soportales de la plaza que le llevaba hasta su casa y reparó en cómo la crudeza de febrero seguía desluciendo todo cuanto diseñaba. No pudo evitar levantar la vista y visualizar de nuevo, cómo iba a cambiar la plaza una vez estuviesen acabados todos los proyectos que había puesto en marcha.

Notó un golpe de calor al abrir la puerta de madera de su casa. No podía quejarse. Vivía acomodado, con su mujer y sus hijos. Era alguien respetado. Con el tiempo se había ganado la confianza de las familias más acomodadas de Teruel, que en una especie de competición de vanidad, se lo rifaban para que les diese a sus casas el esplendor que merecían sus apellidos. 

La firma de Monguió en un proyecto era sinónimo de tener riqueza y de querer demostrarlo. Por eso aceptaban a regañadientes lo que para muchos eran extravagancias arquitectónicas, pero que Pablo desmontaba a golpe de “no has ido a Barcelona últimamente, ¿verdad?” La mayoría de sus clientes a duras penas habían bajado en tren a Sagunto, pero preferían verse a sí mismos como nobles ilustrados a aceptar que eran nuevos ricos hijos de campesinos.

Aún no se había quitado la capa cuando llamaron a la puerta. Era Matías. Había entablado una profunda amistad con uno de los forjadores más hábiles que había conocido en toda su carrera. Era imposible encontrar un edificio proyectado por Pablo que no luciese unos forjados de hierro retorciéndose como la hiedra y que no se hubiesen moldeado en el taller de Matías Abad. 

Parecía aturdido. El vaho salía con fuerza de su boca mientras se apoyaba en el dintel de la puerta esperando a recobrar el aliento.

-¿Qué pasa, Matías? ¡Te veo alterado!

-Pablo, acompáñame y discúlpame ante tu señora... Pero acaba de llegar alguien a quien tengo que presentarte… -dijo con la respiración entrecortada.

Dejó atrás a su esposa con los brazos en jarras y cara de desaprobación al tiempo que seguía a Matías, que caminaba dando bandazos. Si no le conociese bien, diría que se había bebido una bota de vino en ayunas. Llegaron a la puerta de la fonda del Tozal y su amigo se giró haciendo un gesto para que le siguiese dentro. A Pablo nunca le había gustado el ambiente de aquel tugurio donde coincidían viajeros sin oficio con lugareños sin beneficio vaciando jarras del peor zumo de uva que se podía encontrar en los alrededores. 

Matías avanzó hacia el final de la fonda, zafándose de un par de señoritas que buscaban calentar la garganta y la cartera. Pablo vio al fondo a un tipo enclenque. Estaba sentado en la última mesa, junto a los establos ahora vacíos. Una maleta de piel vieja, un macuto enorme y un cilindro de cartón conformaban el equipaje de aquel misterioso personaje.

-Te presento a Vincenzo. Vicenzo Peruggia -dijo Matías al tiempo que se sentaba en la mesa y con un gesto pedía vino y dos vasos más.

A Pablo le llamó la atención que el italiano hablase español pero aún más que lo hiciese con un fuerte acento francés. Acababa de llegar de París y buscaba trabajo durante un tiempo para poder regresar a su Lombardía natal mediante el barco que salía semanalmente desde el puerto de Valencia rumbo a Italia.

Era la primera vez que su amigo le ponía en semejante tesitura. El italiano llevaba años viviendo en la capital francesa y aunque su aspecto y forma de expresarse era tosco, parecía conocer al dedillo las corrientes modernistas surgidas a orillas del Sena. Decidió darle una oportunidad y le citó a la mañana siguiente en su despacho. El italiano abrazó exageradamente a Pablo y le besó repetidamente ante la mirada curiosa de los que aún mantenían cierta lucidez. 

Intentando escapar de las muestras de cariño del italiano, el cilindro de cartón cayó al suelo y perdió su tapa. Vicenzo palideció y se quedó petrificado mientras Pablo se agachaba a recogerlo. Pensó encontrar dentro algún alzado de un proyecto arquitectónico pero no fue así. Se topó con un lienzo enrollado. 

-¡No sabía que eras pintor! -dijo divertido Matías, que cogió el lienzo y lo empezó a desplegar. Fueron unas milésimas de segundo antes de que Vicenzo se lo arrancase de las manos, pero ambos pudieron ver parte del retrato. Era una mujer, de pelo castaño, con raya enmedio y cabello lacio. El cuadro era más bien pequeño y sus colores eran apagados. 

-¿La ‘tua’ esposa? -preguntó burlón Matías mientras Pablo fruncía el ceño por el comportamiento de su nuevo trabajador. Algo le dijo que el italiano no era de fiar pero había dado su palabra y debía mantenerla a toda costa.

Vicenzo fue una sorpresa. Se defendía extremadamente bien con el pincel y pronto se hizo cargo de los frescos en la casa de los Escriche. El edificio lo había diseñado el valenciano José María Cortina pero Pablo quería darle su toque de puertas para adentro. Dejó que el italiano pasase horas en la primera planta dando vida a todas las estancias. Bastante tenía él lidiando con el torreón que coronaría los almacenes textiles El Torico o convenciendo a los Garzarán de que los extraños óculos que quería construir en su estrecho edificio familiar no eran un disparate.

El trabajo de Vicenzo se alargó casi seis meses. Es lo que tardó en acabar los frescos y recaudar el dinero para poder regresar a casa. Antes de subir al tren, fue Pablo el que abrazó con fuerza a Vincenzo y le deseó suerte. Matías hizo lo mismo y le regaló un alfiler de corbata con una estrella de ocho puntas, conocida como Gadiero, para que no les olvidase nunca.

Habían pasado dos años desde aquella despedida y ese día de Reyes de 1914 resultó ser especialmente frío. Al salir de misa, Matías corrió con dificultad hacia Pablo y le sacudió en la cara el Heraldo de Aragón abierto por la mitad sin mediar palabra. Allí vio un rostro que le resultaba familiar. Se había dejado bigote y lucía un traje extraño. El alfiler de hierro le sacó de dudas: se trataba de Vicenzo. Al lado de la foto del italiano se reproducía el retrato del que sólo habían visto la parte superior la noche en que le conocieron. Leyó el artículo que narraba una historia increíble sobre un robo en París años atrás, en el Louvre. Levantó la vista y miró a Matías, que se encogió de hombros. Pablo se abrió paso entre la gente que aún abandonaba la Catedral y corrió unos metros hasta la casa de los Escriche.

Aporreó la puerta y apartó de un empujón a una joven del servicio. Subió las escaleras de dos en dos hasta llegar al primer piso. Levantó la mirada y se la encontró de frente, con una enigmática sonrisa, coronado el fresco central de la estancia. No había duda, era ella, la mujer del lienzo que llevaba Vicenzo y que acababa de ver en el periódico. 

Cuando minutos más tarde cerró la puerta de su casa, cogió a su mujer y a sus hijos y les sentó frente a la estufa de leña. Escribió en un bloc de dibujo la palabra ‘gioconda’ y les contó la historia más increíble que jamás antes habían escuchado.