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Gonzalo Montón Muñoz

Texto de Nuria andrés / Fotografía de Gonzalo Montón Muñoz

 

Estaba en Madrid. Hacía pocos días que había llegado. Y daba igual. Hacía muchos días que todo daba igual. Miré en el bolso y en uno de sus compartimentos guardaba un papel con la frase que más me habían repetido mis amigas: “Que todo va a ir bien”, seis palabras que, a pesar del agotamiento con el que las habían escrito, intentaban desprender optimismo e ilusión. Pero ese papel era, al fin y al cabo, un papel. Lo que de verdad pesaba era el bolso, un bolso lleno de miedos. En él había guardado un mapa con una cruz en cada uno de los puntos que podían suponer un riesgo en esa ciudad. ¿Qué había conseguido al final? Una marabunta de cruces que hacían de mi nuevo lugar, un jeroglífico ininteligible, un laberinto de fracasos que acechaban al amanecer. Un valle vacío, dispuesto a llenarse de lágrimas.

No estaba sola. Él venía también a Madrid. Ya desde hace tiempo, él vivía conmigo. Nunca me abandonaba. Él me había ayudado a llenar mi bolso y a trazar las cruces en ese mapa, él había trazado muchas más que yo, de hecho. Me hubiera encantado venir sola, pero hay cosas en la vida que una no puede elegir. No será por toda la gente que me lo advirtió: “Tienes que cambiar tu forma de ver la vida. ¿Por qué no dejas todo esto aquí y te vas tú sola?”

Pues porque no podía. Y no será por las veces que lo intenté. Pero él siempre era más rápido. Le decía que no viniera, que me dejara en paz, pero él sin escucharme, se colaba en mi bolso, se agarraba a mi hombro y nos disponíamos a recorrer el mundo juntos. Yo y sus ojos, o más bien sus ojos y yo. Él siempre conseguía mirar mucho más rápido que yo. Se daba cuenta de todo mucho antes que yo. Y yo siempre le hacía caso. Lo único que intentaba decirle era que, por favor, no me dijera las cosas de esa manera tan violenta, porque las sentía como un tiro en el pecho.

A veces me hacía caso. Entonces, se sentaba conmigo y me advertía del peligro con cierta suavidad. Pero su arma eran los revólveres, y estaba acostumbrado a disparar a quemarropa. Él nunca me había dicho su nombre; no sabía cómo se llamaba, pero, poco a poco, iba sabiendo más sobre él, poco a poco dejó de ser un desconocido y se convirtió en un viejo amigo.

Faltaban solo unas horas para mi primer día de trabajo. 

-Quédate en casa, ¿vale?, es pronto todavía para que nos vean juntos.

- Voy por tu bien… No sabrás a lo que te enfrentas si no estoy yo ahí para avisarte.

- Déjalo ya, por favor. Nada es como tú te imaginas. 

- ¿Enserio? No dijiste lo mismo hace cinco años. ¿Recuerdas esa noche? Sí, la que no dormiste porque no podías dejar de llorar acordándote de lo que pasó.

Y tenía razón. En realidad no, o bueno, yo que sé. Desde luego, ese último argumento, no pude rebatírselo. 

-Te espero aquí abajo- me dijo contrariado nada más llegar al edificio. Su compañía hizo que, durante todo el trayecto, estuviera con un nudo en el estómago, y eso que, le había pedido, por favor, que no se dedicara a analizar cada detalle de esta atmósfera que, cada vez, pesaba más. Ya tendremos tiempo para hablar después -le susurré-  porque siempre había tiempo para hablar con él. 

Cogí el ascensor, y nada más entrar en la sala, me arropó un extraño sentimiento de liberación. El primer día de trabajo y nada era tan malo como parecía, mis nuevos compañeros eran muy agradables.  Me explicaron todo lo necesario para incorporarme y en todo momento me tendieron la mano. Como si, por fin, sintiera que formaba parte de algo, que pertenecía a un proyecto en común, un lugar donde mi nombre importaba. Eran ocho las personas que trabajaban en esta sede de la empresa, todas ellas parecían que habían nacido con el currículum bajo el brazo. Estancias en el extranjero, másters en las mejores universidades, matrículas de honor. Había mucho nivel y eso me asustaba, pero, a la vez, una suave voz dentro de mí me decía que eso no era una amenaza, sino una oportunidad para aprender de los demás. Todos fueron muy simpáticos conmigo, y la que más, Claudia, mi compañera de mesa. A ella también la habían contratado hace poco y era una chica extraordinaria, había estado trabajando varios años en Amsterdam, hablaba inglés a la perfección y podía presumir de haber tomado un café en casi todas las capitales del planeta. Se despidió amablemente de mí a la salida y me dijo que si necesitaba algo, no dudara en llamarla. 

Fue poner un pie en la soleada calle de Madrid y empezar a sentir un frío que me subía por el estómago. Él seguía ahí, impasible, esperando en la misma esquina donde le dejé . Me acerqué a él y antes siquiera de decirle ‘hola’, le advertí: Ha ido todo bien. 

-¿Seguro?

-Sí, seguro- respondí cabizbaja intentando aparentar firmeza en mi voz.

- Pues por cómo te miraba tu jefa, no sé… creo que no le has caído bien.

- Solo voy a trabajar. Déjalo ya, ha ido bien, en serio.

-Esta chica, Claudia, ¿Es demasiado lista no?

- Supongo- comenté, intentando disimular que ya empezaba el dolor de cabeza.

- Comparada con ella, tu eres esa mota de polvo que, sin darte cuenta, arrollas con la puerta.

En lo más profundo de mí, sabía que su realidad no era la mía, pero la suya pesaba mucho más en mi interior. Él comenzó a acompañarme a todas partes y mi existencia se había reducido a la suya. Por mucho que lo intentara, lo único que veía era un muro dentro de mí del que no había salida. Fue un día en la oficina cuando la propia Claudia se me acercó y me dijo: 

- De esto se sale. Es una putada. Pero es una putada que se puede controlar. Lo que no puedes es hacerlo sola. Seguro que, de pequeña, jugando en el parque, te has raspado alguna vez las rodillas y ha comenzado a salir sangre. Podías soplar tu misma tu herida, pero, aunque eso calmaba, necesitabas que tu madre te echara alcohol para que, a pesar del dolor, supuraran las heridas. Aquí no vas a tener una madre. Aquí necesitas un profesional.

Esa última frase retumbó en mi cabeza durante todo el trayecto de vuelta a casa. Dar ese paso suponía también desprenderme de una parte de mí, una escisión de mi interior que ya no sabía si era enemiga o amiga. Llegué a casa, me miré al espejo y se lo dije: Esto se tiene que acabar. No puedo llevar este peso en mi hombro toda la vida. Tengo que enfrentarme a él, tengo que enfrentarme a la ansiedad. Y ahí fue cuando marqué el número del psicólogo.

* Nuria Andrés (Teruel, 1999). Graduada en Periodismo por la Universidad Carlos III de Madrid. Desde hace un año, es columnista en DIARIO DE TERUEL. Además, ha trabajado en el equipo de redacción de LOS40, donde plasmó su pasión por la música y el cine. Ahora orienta su carrera profesional a la creación de documentales y reportajes transmedia.

* Gonzalo Montón Muñoz. Aficionado al mundo de las palabras y las imágenes, es profesor de Lengua Castellana y Literatura en el IES Segundo de Chomón (Teruel), director de la revista de cine ‘Cabria’, autor de los libros ‘Réquiem por la Estación de Caminreal’ y ‘Travesía del Nefelibata’, y coautor de ‘A Palabras Luz’.

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