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Nubes de azufre Nubes de azufre
Julián Borraz Aranega

Texto de Gonzalo Montón Muñoz / Fotografía de Julián Borraz Aranega


Aquel hombre entró en el bar, se sentó en un taburete junto al mostrador y me pidió una cerveza bien fría. Fue un día de la semana pasada, al final de la mañana. No habría más de cinco o seis clientes en ese momento, y todos estaban ya servidos; algunos se entretenían mirando la televisión, donde en ese momento emitían un avance de las noticias del día. El hombre dio un largo sorbo a la caña que le acababa de poner mientras prestaba atención a las palabras de la locutora y yo me dediqué a reponer la nevera de bebidas y ordenar la vajilla. Debía de tener cerca de setenta años, aunque vestía de manera informal, con unos vaqueros cortos, un sombrero de paja y una camiseta con palmeras. Parecía un turista perdido.

En la pantalla salían en ese momento imágenes de una central térmica con sus chimeneas humeantes, sus calderas, turbinas, cintas de transporte y naves inmensas. Aunque la empresa propietaria ya la había cerrado definitivamente el verano pasado, era ahora noticia porque cuarenta años después de inaugurarla  andaban desmantelando todas las instalaciones de esa central en el norte de la provincia turolense. El hombre, que estaba muy atento a lo que decía la locutora, se giró de repente hacia mí y me soltó con una mezcla de complicidad y expectación:

–¡Yo he trabajado allí! La Calvo la llamaban todos, en las cercanías de un pueblo que se llama Andorra, pero no la Vella, que está en el Pirineo, sino la de Teruel. ¡Qué tiempos aquellos!– Siguió bebiendo y dejó de hablar.

Enseguida eran ya otras las noticias de la tele, y el hombre se había desentendido hacía rato de cuanto decían. En un principio me pareció que había preferido rumiar en silencio sus recuerdos en vez de darme el sermón, lo cual yo agradecí; pero cuando le serví la segunda caña siguió hablando como si le hubiera acabado de preguntar por su vida.

En la central quemaban el carbón de casi toda la cuenca minera. Allí, el lignito que encontraban en los agujeros excavados en la roca y en las minas a cielo abierto lo convertían en electricidad. Pocos años después, el carbón de la zona lo mezclaron con hulla procedente de Suráfrica, porque tenía mucha más calidad calorífica que el de Andorra y no contaminaba tanto.

Yo seguía a mi faena detrás de la barra y me propuse no darle coba, había discutido con mi novia y esa mañana no estaba para aguantar pesados, pero él continuó su perorata sobre la central sin dejar de mirarme fijamente, como si en mi sueldo entrara también hacer el papel de confesor gentil y comprensivo. Parecía que lo que el hombre acababa de oír había actuado como una espita abierta de la que emergían los recuerdos de su juventud. Así que, entre sorbo y sorbo, siguió contándome algunos jirones de su pasado.

–Me fui a vivir a Andorra a mediados de los ochenta, supuestamente para trabajar en La Calvo, pero en realidad lo hice con la secreta intención de poner una bomba y hacerla saltar por los aires–. Estas últimas palabras me hicieron dejar lo que estaba haciendo y aguzar más el oído.

»Para ponerla en marcha se invirtió mucho dinero en aquella época, y fue  gracias a los convenios firmados por el Gobierno, la empresa y los sindicatos. Acabábamos de inaugurar la democracia, después de cuarenta años de dictadura. Con la ampliación de las minas a cielo abierto y el aumento de producción necesitaban más mano de obra. Allí fue gente de muchos puntos de España, sobre todo del sur.

»Antes yo vivía en Villafranca del Cid, un pueblo en el Maestrazgo castellonense, y pertenecía a una asociación ecologista que acabábamos de crear un grupo de amigos de los pueblos de la contornada para los que la Naturaleza debía ser respetada y cuidada. Habíamos descubierto que, por alguna razón desconocida, nuestros bosques se estaban chamuscando. Los árboles amarilleaban de una forma alarmante y luego morían calcinados, ni siquiera se podía aprovechar la madera. Con los ayuntamientos hicimos varios estudios que apuntaron a los penachos de humo que nos enviaba la chimenea de La Calvo, y en concreto al azufre que desprendía el lignito cuando se quemaba, provocando una lluvia ácida que caía allá donde el viento lo mandaba.

»Pusimos una denuncia a Endesa, que así es como se llamaba la empresa, por un supuesto delito ecológico, pero se la pasaron por el forro. Y entonces a algunos se nos metió entre ceja y ceja que debíamos idear un plan que detuviese esas siniestras nubes de azufre que nos llegaban de lejos y socarraban la vegetación. Así que decidimos volarla con las bombas que nos fabricaría un amigo que estaba acabando la carrera de Química en Valencia. Según nos dijo, en las prácticas de final de curso, durante algún descuido del profesor, sustraería un poco de amonio y nitrato del laboratorio de su Facultad. Eso estaba chupado; nadie se daría cuenta.

»Por aquel entonces yo había terminado ya la formación profesional, en la rama de automoción, y con casi treinta años no sabía qué hacer con mi vida, si buscar un trabajo en algún taller mecánico o colgarme las alforjas al hombro y buscarme la vida lejos.

»Lo echamos a suertes y me tocó hacerlo a mí. Me dieron instrucciones precisas sobre cómo poner las cargas explosivas en las turbinas, las calderas y las chimeneas de refrigeración; en total eran nueve, si contamos también con la de la chimenea que nos lanzaba sus humos envenenados».

Aquel hombre me pidió la tercera cerveza y comenzó a beberla con placer. Yo no sabía si creerme lo que me estaba contando o pensar que todo era una trola. Mientras lo escuchaba, servía a los nuevos clientes que iban llegando al bar.

–Después de una semana en la escuela de aprendices, y al ver que tenía buena mano para las máquinas, me enviaron a la zona de calderas. El trabajo era duro y se pasaba mucho calor, aunque pagaban bien y eran puntuales. La residencia de solteros donde me instalé y el economato estaban tirados de precio. Pero igual que se ganaba, el dinero se gastaba también a espuertas en los muchos bares que entonces infestaban aquel poblado minero. Me integré enseguida en el pueblo, que estaba lleno de vida tanto de día como de noche. Igual que muchos compañeros del trabajo, pasaba tanto tiempo en las tabernas y los puticlubs como en la central. Dormíamos poco; éramos jóvenes. Cundían las timbas de tahúres, pero a mí no me dio por jugarme la paga. En cambio, me gustaba conversar con las chicas de alterne e invitarlas de vez en cuando a unas copas. Y me enamoré hasta las trancas de Katy, una belleza de origen dominicano. Al final me acabé olvidando de las bombas que iban a mandarme y convencí a Katy para huir juntos de aquel lugar y emprender una nueva vida. Si querían volar La Calvo que vinieran y lo hicieran ellos.

»Cuando nos alejábamos del pueblo estaba anocheciendo y contemplamos la central por última vez, recortada en el azul añil del cielo, con las chimeneas lanzando bocanadas sin descanso y la luna llena brillando en lo alto.

De repente, se asomó por la puerta una mujer con el pelo negro y recogido en un moño.

–¡Por fin te he encontrado; llevamos un buen rato buscándote! Venga, cariño, date prisa, que nos espera el autobús para llevarnos a otro restaurante; la agencia nos lo ha conseguido cambiar. –La mujer era muy morena y parecía algo más joven que él. Tenía un ligero acento hispano y aún conservaba los rasgos de quien en otro tiempo ha sido bella.

–Ya verás cómo la guía se vuelve a enfadar contigo– le advirtió la mujer.

Y no hubo más palabras. El hombre, tras apurar la tercera cerveza de un trago, pagó, dijo adiós y salió del bar dando algún que otro traspié.

Yo solo pensé en la gente tan extraña que transita por el mundo.


* Gonzalo Montón Muñoz (Caminreal, 1962). Aficionado al mundo de las palabras y las imágenes, es profesor de Lengua Castellana y Literatura en el IES Segundo de Chomón (Teruel), director de la revista de cine Cabria, autor de los libros Réquiem por la Estación de Caminreal y Travesía del Nefelibata, y coautor de A Palabras Luz.

* Julián Borraz Aranega. Vecino de Calanda, de 13 años de edad, aficionado a la fotografía viendo realizar fotos a mi padre y a unos amigos suyos. Le interesa sobre todo la fotografía de fauna, así como paisaje, y alguna vez, ha realizado con ellos fotografía nocturna.

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