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Por la calle de Alcalá, al caer el sol, portan una imagen santificada, de carne y hueso, a hombros de una multitud exaltada de fieles, que vitorean, gritan, alaban y agradecen a Dios la presencia de un dios profano pero santo. Y es que la tarde ya empezó con el runrún, el olor de santidad, ese clásico perfume a rosas, que precede al milagro. 
Estaba Madrid con ganas de ver a José Antonio, que acabaría la tarde convertido en San Morante. Y es que el cigarrero llegaba a las Ventas como San Joaquín Royo a China: Cargado de fe y con la esperanza de convertirlos a todos a su religión. El sevillano templó desde el arranque al primero de la tarde, convirtiendo en salmo los olés rugidos del coso venteño. El credo iba contagiando a un tendido cada vez más entregado. El segundo toro, cuarto de la tarde, fue protestado. ¡Hombres de poca fe! Morante fue embebiendo, poco a poco, al toro de calidad, despaciosidad y temple. Moldeó al juanpedro para hacerlo a la imagen y semejanza de los toros que dan triunfos. Inventándoselo él de una manera cercana al milagro, cuasi sacando la materia prima de su propia costilla para hacerlo pasar del tornillazo, del derrote brusco, a la suavidad y la cadencia. Con trabajo, pero con mimo. Firme pero cariñoso. Conseguir que el pitón izquierdo, que parecía nulo, llegase a recibir unos naturales que hicieron para el tiempo, era el prodigio de los panes y los peces. 
Yo, que profeso la confesión morantista hace muchos años, les debo confesar, me sentí más extasiado con la faena del 29 de mayo que con las dos de la Beneficencia juntas. Me pareció aquella (sin desmerecer estas) una brega cumbre que rozó el milagro si hubiese acertado con los aceros. Pero aquella fue la primera piedra de esta Iglesia que hoy se expande en este pueblo global que es el taurómaco. Y es que las dos faenas del pasado domingo, sobre todo la segunda, con el mérito que tiene exprimir lo que no tiene nada, no dejan de ser el nuevo testamento de la biblia que ahora muchos esgrimirán como palabra sagrada del culto taurino.
Una silueta, recortada en la tarde-noche madrileña, portada como un santo moderno que ha puesto a fieles e infieles a sus pies, llega al hotel Wellington. La muchedumbre espera ansiosa a que su nuevo Papa se asome al balcón y él, sacro y profano, con lo mundano de la bata y la copa de champaña y lo santo de su aura, se asoma al balcón. Y la muchedumbre no está ante un profeta, está ante el hijo de Dios, la reencarnación de Joselito. Y todo el mundo lo sabe: ¡Habemus Morante!