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Que el vaso esté medio lleno…  y, si puede ser, brindemos Que el vaso esté medio lleno…  y, si puede ser, brindemos

Que el vaso esté medio lleno… y, si puede ser, brindemos

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José Iribas S. Boado

Todo se pega menos la hermosura, dicen. El pesimismo, sin ir más lejos, se contagia con la facilidad de un bostezo. Lo notas en la barra del bar, en la cola de la farmacia, en el ascensor: uno suelta “esto va a peor” y el run-rún se extiende como una mancha de aceite. Y puede ser cierto que no vamos bien: pero hay que pasar de la lamentación a la acción. Del optimismo, de la esperanza, apenas se habla, y cuando se hace suena a consigna naïf. Error monumental. Hace falta declararlos bienes de primera necesidad, como el pan.

Los pesimistas profesionales son fáciles de reconocer. Van por la vida a modo de crónica de sucesos o necrológicas andantes. Nada les cuadra, todo presagia desastres, y si por fin ocurre algo objetivamente bueno rematan con un “ya veremos cuánto dura”. En casa de mi madre -mi padre murió- los llamamos… “la campana de la agonía”.

Alguna vez he recomendado Vivir es un asunto urgente, de Mario Alonso Puig. Se lee en una tarde y sirve de vacuna contra esa gripe anímica que tantos propagan sin darse cuenta. Hay quien dirá que la vida es dura. Y fácil no es. Pero la dureza se agrava cuando uno la amplifica. Se estropea el ascensor -señal de que lo tienes. Al móvil le queda un hilo de batería -oportunidad para desconectar. La ducha abrasa -piensa en quienes carecen de techo y de agua, ni fría.

Hablando de agua, hace años vi, en plena crisis económica, una furgoneta rotulada con letras enormes: “El vaso está medio lleno”. No recuerdo a qué se dedicaba la empresa, pero me dieron ganas de confiarles todos mis ahorros. Esa actitud me sigue pareciendo el mejor eslogan posible. Helen Keller, que era ciega y sorda, afirmó que el optimismo es la fe que conduce al éxito; en efecto: sin esperanza y confianza nada se construye. Quien podía justificar su amargura no lo hizo. ¿Qué excusa nos queda a los que estamos en mejores condiciones?

Entiendo que la actualidad ofrece un menú cargado de pésimas noticias. Sin embargo, conviene recordar a Churchill, que se definía optimista porque no veía utilidad en ser otra cosa. Él encontraba una oportunidad en cada calamidad; el pesimista convierte casi cada oportunidad en riesgo de una posible catástrofe. Uno empuja, el otro drena.

Permíteme un chiste que resume el asunto. Un tipo hipocondríaco se descubre un granito bajo la barbilla y, sugestionado, consulta a un amigo agorero. “Malo”, le diagnostica el imprudente; y le recuerda: “tu padre murió de cáncer”. El pobre entra en pánico. Luego se topa con otro amigo, más ligero de equipaje, que, tras escucharle, le espeta: “No te agobies; además, igual ni era tu padre”. La carcajada dura y cura más que la pomada.

Puesto que el pesimismo se trasmite como un resfriado, conviene combatirlo. Cada día podemos elegir si sembrar quejas o repartir ánimo. En CampusHome, la residencia universitaria donde trabajo, proponemos una rutina sencilla: transformar una protesta en una propuesta, y una propuesta en una acción.

No anticipemos desgracias ni temamos lo que tal vez no ocurra. Vivir en un clima de optimismo activo nos alumbra nuevas ideas y… (pasemos a la acción) nos mueve los músculos.

Recuerda a Oscar Wilde, cuando decía que un pesimista es alguien que se queja del ruido cuando la oportunidad llama a la puerta. Por eso, si tropiezas con un profeta del desastre, regálale este artículo y un refresco: lo segundo siempre ayuda en estos tiempos veraniegos. Y brinda con él, porque el vaso está, como mínimo, a la mitad. Y si ya lo ha disfrutado, ¡que le quiten lo bailao!