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Tú y Mágico González Tú y Mágico González

Tú y Mágico González

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Víctor Guiu

Todos los seres humanos fabricamos nuestra propia mitología. Con lo oído, con lo recreado, con lo soñado, con lo que quisimos ser y no fuimos. Los antihéroes de nuestra juventud eran únicos para nosotros. Uno de los que más profundamente guardo en el recuerdo es Jorge González que, como cada mañana en las albas, volvía siempre tarde de su futuro.

Aquellos niños soñábamos con un futuro que pasase lento, como una medida de horas y relojes que se empequeñecen, raquíticos acompañantes de años eternos. Aprendimos a aburrirnos sin necesidad de hiperestimular nuestra mente. Pero aquella percepción gigante se vuelve madurez en forma de deseos irrealizables y falsas promesas de felicidad. Embrutecemos los páramos por donde transitan nuestros días cargándolos de recuerdos y leyendas, porque no hay nada más travieso que la memoria.

Descubríamos, niños y jóvenes, las estrellas amarillenas y sollozantes que, como Jorge, dormían de día y brillaban, en las vastas páginas blancas de su calendario... por la noche. Los hijos de Nadie soñábamos para no dormir, alejados de nosotros mismos, sin percatarnos del ruido. Veíamos los versos como un infante hueco, alejado para siempre de un objetivo que nunca nos marcamos.

Jorge González, cada mañana en las albas, volvía siempre tarde de su futuro. Un día llamaron a su puerta para despertarlo. Pero fue muy tarde. Y siguió su supuesto errático camino, libre. Dio la media vuelta en su cama y dijo hasta luego. Y se enfadó mucho porque el sueño de aquel día ya se había desvanecido.

Toda una generación dimos la vuelta y, como él, llegamos, casi siempre, tarde de nuestro futuro. Y nos tragamos inmensas patrañas que nos vendieron con cierto gusto despótico, desde las torres ardientes de las empresas de marketing y diseño. Espolvoreado de la mejor droga, el convencimiento de ser seres únicos en la inmensidad. Pero no éramos Mágicos, ni corríamos por la tacita de plata construyendo mitos imposibles. Compramos el pan, solos, mientras cerrábamos la panadería de todos. Y así, como quien olle llover, se lo transmitimos a las generaciones siguientes.