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Cuando sí influye dónde naces Cuando sí influye dónde naces
Pintura titulada 'Semiramis construyendo Babilonia', de Edgar Degas

Cuando sí influye dónde naces

Javier Sanz

Independientemente de lo que hayas hecho, o dejado de hacer, no todo el mundo tiene la suerte (véase desgracia si la cagaste) de que su historia trascienda a su tiempo, y luego está el caso de Sammuramat que, siendo mujer y con domicilio habitual y permanente en la Babilonia de los zigurats y los jardines colgantes, su historia ha llegado hasta nuestros días y, además, con cierto grado de edulcoramiento.

Habría que puntualizar que, además de la cuna y al igual que ocurre hoy en día, el lugar en el que se nace puede ser una ventaja o una desventaja, y en la Antigüedad, si eras mujer, tenías mucho ganado si nacías en Mesopotamia (“tierra entre ríos”), donde florecieron las civilizaciones sumeria, babilónica y asiria. Y no porque en esta región surgieron algunos de los grandes hitos de la humanidad, que también, sino porque las mujeres tenían una serie de derechos que se perderían posteriormente y no se recuperaron hasta siglos más tarde.

Por ejemplo, se les permitía estudiar (al igual que los hombres, si podían pagarse las clases), tenían derecho a recibir herencias y en la misma cuantía que sus hermanos varones y, sobre todo, podían vivir de su trabajo, ya que no solo se les permitía ejercer oficios de todo tipo, sino que lo que ganaban era de su propiedad. Las reinas y princesas de las primeras dinastías disponían de sus propias oficinas personales con sus escribas particulares al margen de sus maridos (los escribas constan como servidores de ellas y no de ellos). Desde esas oficinas dirigían negocios en los que su esposo no metía baza, salvo para beneficiarse por estar casados con ellas —por lo visto, ya existía la figura del mantenido—. Algunas de estas mujeres hicieron rico al cónyuge, como el caso de las reinas Tashlultum, esposa de Sargón de Akkad (primer monarca acadio) y Tutasharlibish, esposa de Sharkalisharri (quinto monarca acadio), que comerciaban con grano y piedra de construcción, respectivamente.

Fuera del marco de la realeza, tenemos casos como el de Ashag, esposa de un alto sacerdote del templo de Ur, que se enriqueció vendiendo trigo; o el de Ninkhula, esposa de un gobernador de Umma, que comerciaba con pieles, grano, oro y perfume. Incluso descubrimos curiosos casos de emporios de la época, como la que compartían la ya citada Ninkhula y la consorte real Nimkalla, con delegaciones comerciales en toda la ruta desde la frontera sur en Lagash hasta la norte en Mari (lo que hoy sería el territorio entre la frontera de Iraq-Irán, junto al golfo Pérsico, y la zona limítrofe entre Siria y el sur de Turquía). Entre la gente humilde, las mujeres realizaban toda clase de actividades comerciales y oficios, como la carpintería, la de herborista (las farmacéuticas de la época), la de perfumista, masajista (más cercano a la versión fisioterapeuta que a la de “con final feliz”) e incluso el de taberneras.

Sammuramat

Y en este ambiente, más propicio para las féminas que en otros lugares y épocas (incluso no muy lejanas de nuestro siglo XXI), aparece nuestra protagonista, Sammuramat. Poco se sabe de su infancia, por lo que tiene toda la pinta de que no fue “hija de” y que sería un matrimonio previo con un funcionario real el que le abrió la puerta para llegar a convertirse en esposa del rey.

De los restos arqueológicos hallados (estatuas y estelas), podemos asegurar que vivió en el Imperio asirio durante el siglo X a.C y que estuvo casada con el rey Shamshi-Adad V. El reinado de su esposo fue complicado desde el comienzo, ya que tuvo que hacer frente a una revuelta familiar que desestabilizó el reino y mermo seriamente sus recursos. Ya fuese porque le tocaba o porque “alguien” ayudase, su querido esposo falleció y ella asumió la regencia de su hijo, el futuro rey Adad-nirari III, convirtiéndose en monarca absoluta del imperio, un caso raro en la historia de Asiria pero que evidencia su gran influencia en la corte y su saber hacer para manejarse en el fango del poder.

Como gobernante del imperio asirio, hizo lo que su esposo no pudo hacer: estabilizó el reino, amplió el territorio tras derrotar a los medos (meseta iraní), inició un programa de obras públicas que ríete tú de los proyectos de construcción de la época en la que en este país se ataban los perros con longaniza (algunos le atribuyen la construcción de los jardines colgantes) y tomó decisiones que, en resumidas cuentas, fortalecieron el imperio. Y todo esto en apenas 5 años, lo que demuestra su inteligencia y determinación.

La verdad es que el tiempo ha tratado muy bien a Sammuramat, porque se convirtió en una figura mucho más grande que en el momento de su reinado. Su historia ha sido mitificada, y aunque es difícil separar el grano de la paja su leyenda mola mucho más que la realidad, que no es poco y vendría a ser lo que, más o menos, os he contado hasta aquí.

Historiadores griegos

Gracias a los historiadores griegos y latinos, la reina Sammuramat de la historia se convirtió en la reina Semíramis de la leyenda, cuyos logros son elogiados al mismo nivel que su belleza. Elementos legendarios y reales aparte, y obviando la típica serie de batallas, conjuras palaciegas y puñaladas por la espalda que son habituales en las biografías míticas, uno de los hechos que más nos llama la atención es que Semíramis fuera capaz de acabar con revueltas urbanas sin mucho esfuerzo. Por lo visto, en cierta ocasión, y posiblemente por culpa del exagerado programa de obras públicas que habría endeudado al erario, el pueblo de Babilonia decidió echarse a la calle. El levantamiento se inició con los primeros rayos del sol, y los ciudadanos furiosos llegaron hasta el Palacio Real entrando en los patios y enfrentándose a la guardia. La reina, acababa de levantarse y estaba con su aseo personal.

Y en medio de este ritual, porque el aseo personal no era un tema baladí, salió Semíramis al balcón. Ahora imaginemos la escena, que es digna de una película de Hollywood. En el patio tenemos a cientos de extras repartiéndose tortas unos a otros, y de improviso la reina sale al balcón apenas vestida con un camisón semitransparente que deja muy poco a la imaginación. La multitud, atónita, se queda un rato mirando completamente embobada y luego, sin pedir siquiera disculpas a los pobres guardias de corps que van a gastarse una fortuna en tiritas, vendas, Betadine e Ibuprofeno, se largan de vuelta a casa. Los unos a recuperar el sueño perdido y, los otros, posiblemente, a buscar alguna taberna abierta donde describirles a los parroquianos el espectáculo con todo lujo de detalles anatómicos. Eso sí, añadiendo algo de cosecha propia, sobre todo en lo referente al vestuario de la reina que, al final del día, sería ya el mismo que el de Lady Godiva. ¿Y la reina? Pues Semíramis, tras comprobar que la cosa había terminado, se volvió a meter en sus aposentos, que parece que había salido con el pelo todavía mojado, y siguió tratando sus asuntos con la peluquera.

Icono popular

Semíramis se convirtió en un icono popular apareciendo en el libro más vendido de toda la historia (la Biblia) y siendo protagonista, en su versión guerrera, de esculturas, grabados, cuadros o tapices. Pero de la noche a la mañana, todo cambió. De repente, la heroína en un mundo de hombres comenzó a asociarse con la promiscuidad, se convirtió en símbolo de la tiranía y pasó de ser una figura respetada y admirada a ser temida y odiada. Está claro que el precio a pagar es muy alto si alcanzas una posición de poder y autoridad impensable para las mujeres de tu tiempo y comienzas a hacer lo que tradicionalmente habrían hecho los hombres: ganar batallas, construir maravillas arquitectónicas y gobernar con sabiduría (igual es mucho decir).

Lógicamente, el final de nuestra reina asiria también iba a tener diferentes versiones. En la versión más simplona y menos literaria, Semíramis se echa a un lado y desapareció de los medios de comunicación cuando su hijo alcanzó la edad suficiente para gobernar (tras esos 5 años); y en la versión más novelesca, le habría cogido gusto a eso de gobernar y no le cedió el testigo a su hijo, que tuvo que arrebatárselo por la fuerza... y acabar con ella. Cuando murió, según la versión mitológica, se transformó en una paloma y se convirtió en una diosa.