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La noche me confunde  (versión Antigua Roma) La noche me confunde  (versión Antigua Roma)
Fotograma de la serie ‘Roma’

La noche me confunde (versión Antigua Roma)

Javier Sanz

Aun contando con la revolucionaria red de alcantarillado que convirtió al Tíber en una cloaca fluvial y de leyes que prohibían tirar la basura dentro de la ciudad, Roma era una ciudad sucia, muy sucia. Y por la noche, muy peligrosa. Decía el poeta Juvenal…

Por la noche tiran desde las ventanas a la calle cacharros rotos, objetos inservibles, que se estrellan contra el suelo, si no te encuentran por el camino. Hay muerte bajo cada ventana abierta a tu paso. Te lo aseguro: serás un temerario si acudes a una cena sin antes haber hecho testamento. Debes considerarte afortunado si pasas de noche por la calle y lo único que vierten sobre ti es el pestilente contenido de los bacines. […] Pero no es esto sólo lo terrible. Abundan los salteadores que te despojan cuando nadie puede acudir en tu auxilio, porque todas las puertas están cerradas y las tiendas atrancadas con fuertes barrotes. El salteador te ataca puñal en mano y los facinerosos actúan libremente.

Aunque había patrullas nocturnas (los vigiles) estas no eran muy abundantes y estaban más preocupadas por sofocar los frecuentes incendios que para atender hurtos, robos e incluso asesinatos, por lo que los ciudadanos pudientes solían protegerse con su propia escolta de esclavos armados y equipados con antorchas en sus desplazamientos nocturnos por la ciudad. Caminar solo por Roma durante la noche era poco aconsejable, ya que uno se exponía a ser asaltado en aquellas callejuelas escasamente iluminadas, por lo que la gente no solía aventurarse, a excepción de los sin techo y, lógicamente, los delincuentes en busca de sus presas. Si te asaltaban, lo mejor era entregarles la cartera, el reloj de arena y todo lo que llevases, porque si te resistías tu cuerpo podía aparecer a la mañana siguiente en una esquina o flotando en las aguas de Tíber. También eran frecuentes los atropellos y los arrieros no solían detenerse para ver cómo estabas. Como los carros no podían circular por el día, iban como locos de aquí para allá para transportar sus mercancías antes de que saliese el sol.

A otros que les confundía la noche era a los camellos que distribuían por las calles el opio, que en muchos casos lo vendían adulterado y cortado. Con una producción nacional ciertamente escasa, Roma tuvo que importar el preciado sedante de Egipto, y fueron muchos los que denunciaron que las partidas de opio llegaban sin ningún control. Por lo que era frecuente que tratasen de colarte opio de baja calidad como tebaico -el mejor de la Antigüedad- e incluso partidas adulteradas en las que se mezclaba con goma arábiga o zumo de lechugas. Así que, lo mejor era acudir a los establecimientos autorizados -a comienzos del siglo IV, casi 400 tiendas censadas-, que aunque era más caro, tenías la seguridad de que te ponías con opio del bueno.

Y para tener unos bajos fondos como Júpiter manda, no podían faltar las bandas al más puro estilo Gangs of New York. Publio Claudio Pulcro, político romano perteneciente a una rica familia patricia, fue todo un personaje de su época. Un niño pijo mal criado que creía que todo el monte es orégano. Tras una mediocre carrera militar en Asia, donde instigó una revuelta y se vio involucrado en un motín, regresó a Roma y comenzó a ser conocido por meterse en todos los charcos. Haciendo realidad aquello de juntarse el hambre con las ganas de comer, se casó con Fulvia Bambalia, 20 años menor con él. Todo eran risas y frivolidades hasta que una de sus gracias se le fue de la mano y Claudio Pulcro cayó en desgracia ante los suyos.

¿Y qué hizo? Pues aprovechando el rechazo de su gente, renunció a su rango de patricio, se hizo adoptar por una familia plebeya y se cambió el nombre por el de Clodio, que sonaba más plebeyo. De esta forma, podía optar al cargo de tribuno de la plebe, al que no hubiera podido aspirar siendo patricio. Por si esto no fuera poco, se hizo con el control de las calles de Roma a través de las bandas gremiales, los collegia, que él sostenía y alentaba. De hecho, algunos, como Cicerón, su gran enemigo, tuvo que huir de Roma para salvar su vida. Aquella espiral de violencia no podía acabar bien y Milón, otro gánster de una facción rival, provocó una reyerta en la Via Apia donde Clodio fue asesinado. Durante el juicio, los matones del difunto Clodio, ahora leales a su esposa Fulvia, recurrieron a toda clase de intimidaciones contra jueces y partidarios del acusado, hasta el punto de que Cicerón tuvo miedo de hablar en su favor. De hecho, su alegato en favor de Milón es una de las peores defensas de la historia. Milón fue condenado y tuvo que exiliarse, y Fulvia juró venganza contra Cicerón… y la tuvo. Su momento llegaría cuando Lépido, Octavio y el influenciable Marco Antonio, su tercer esposo, constituyeron el Segundo Triunvirato y redactaron la lista de proscritos y enemigos de la patria a los que liquidar, y Fulvia se encargó de incluir a Cicerón. Fue ajusticiado en su villa, a las afueras de Roma, y Marco Antonio ordenó que su cabeza y su mano derecha fueran clavadas en el Foro para escarnio público. Cuenta Dión Casio que Fulvia se acercó con sus dos hijos hasta donde estaba la cabeza de su odiado Cicerón, se sacó una horquilla del pelo y atravesó la lengua del orador en un claro gesto de fría venganza.

Así que, si de alguna forma puedes viajar en el tiempo, te recomiendo que evites pasear por las calles de Roma durante la noche.