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Javier Sanz

La historia de los enfrentamientos entre el ejército estadounidense y los nativos americanos no tiene ninguna historia, es sencillamente una aplastante victoria del hombre blanco. Sin embargo, hubo un indio que logró pasar a la posteridad por ser el único que consiguió derrotar a los Estados Unidos en una guerra que, además, lleva su nombre: la Guerra de Nube Roja. Consiguió que en 1868 se firmase el (segundo) Tratado de Fort Laramie por el que, en teoría, se creaba una Gran Reserva, incluyendo las sagradas Black Hills, para uso y disfrute de los nativos y donde no podría entrar ningún hombre blanco sin su permiso, además de delimitarse otros territorios no cedidos pero en los que podían cazar (de hecho, eran las mejores reservas de caza) . Y otra vez, y no sé cuántas iban ya, el hombre blanco volvió a ejercer de prestidigitador porque incluso antes de hacer el paripé y fumar la pipa de la paz con los nativos, el texto ya no era lo que parecía.

Además de que lo indios no sabían leer, estaba redactado de forma tan ambigua, arbitraria y torticera que todo eran pequeñas trampas para los sioux. Lo que en realidad subyacía en aquel acuerdo era forzar una transición de estilo de vida: del nomadismo y la caza por las grandes llanuras al sedentarismo y la agricultura, algo que a los indios no les llamaba absolutamente nada. Así que, más pronto que tarde, se demostró que la idea de Nube Roja de haber conseguido para los suyos un territorio inviolable donde vivir en paz, cazando búfalos, rindiendo culto a Manitú, construyendo tipis y criando a sus hijos, no era nada más que un sueño. El resultado fue que el tratado, tal como se lo habían explicado a los jefes indios y tal como ellos creían haberlo firmado, empezó a ser vulnerado repetidamente. Nube Roja, sabedor de lo poco probable que sería repetir una victoria contra aquel ejército, optó por la vía diplomática y viajó a Washington y New York en 1870 para entrevistarse con el Gran Jefe Blanco y dar a conocer a la opinión pública las injusticias sufridas por su pueblo.

Cuando llegasteis éramos muchos y vosotros pocos; ahora sois muchos, y nosotros somos cada vez menos, y somos pobres […] En 1868 vinieron unos hombres y trajeron unos papeles. Somos ignorantes y no sabemos leer papeles. No nos dijeron lo que de verdad estaba escrito en ellos. Lo que nosotros queríamos era que levantasen sus fuertes, que se marcharan de nuestro país, que no nos hicieran la guerra y que les dieran algo a nuestros comerciantes como compensación.[...] Cuando fui a Washington, vi al Gran Padre. El Gran Padre me enseñó lo que de verdad eran aquellos tratados, me leyó todos esos puntos y comprendí que los intérpretes me habían engañado, que no me habían hecho saber cuál era el auténtico sentido del tratado. Todo lo que quiero ahora es que se haga lo correcto, todo lo que quiero es justicia. Estoy aquí en nombre de la Nación Sioux. Ellos se regirán por lo que yo diga y por lo que yo represento. [...] Miradme. Soy pobre y no tengo buenas ropas. Pero soy el jefe de una nación. No queremos riquezas, lo que queremos es poder educar y criar a nuestros hijos como es debido. Las riquezas no nos harán bien, y no podemos llevar al otro mundo nada de lo que tenemos aquí. Lo que queremos tener es amor y paz. [Extracto del discurso de 16 de junio de 1870 en Nueva York]

Y cuando ya crees que lo has visto todo... pues no, llega otro protagonista de las películas de indios y vaqueros, el general George Armstrong Custer. En enero de 1876 el presidente Ulysses S. Grant encomendó a Custer la tarea de “invitar” a todos los nativos a que permaneciesen en las reservas sin poder salir a cazar a los territorios no cedidos, advirtiéndoles que si no cumplían serían considerados hostiles y el ejército estaba autorizado a usar la fuerza. Si se quedaban en la reserva peligraba su medio de vida, y si obviaban la prohibición tendrían que enfrentarse al ejército. ¿Y qué hicieron? Pues que cuando te presionan tanto, hasta los pusilánimes se lían la manta a la cabeza: abandonaron las reservas y se dirigieron a Montana para unirse a las fuerzas de los jefes sioux Toro Sentado y Caballo Loco, que ya habían desenterrado el hacha de guerra. En el verano de 1876 miles de sioux, cheyennes y arapahoes acamparon en los valles de los ríos Powder y Little Bighorn, donde demostrarían que no iban a permitir ser exterminados sin oponer resistencia.

Custer, sin noticias de las otras columnas con las que debía reunirse en Little Bighorn para hacer frente a la insurección india, atacó con su grupo de 210 casacas azules... de los que no sobrevivió ni uno. El cadáver de Custer se encontró rodeado por los cuerpos de 50 de sus hombres con dos heridas de bala, una junto al corazón y la otra en el lado izquierdo de la cabeza. Y parece que, en el fragor de la batalla, los indios no reconocieron a Pehin Hanska (Cabello Largo), quizás porque se dice que se había cortado el pelo para aquella pelea. Caballo Loco y Toro Sentado habían conseguido en Little Bighorn una gran victoria frente a los rostros pálidos, pero en ese triunfo estuvo también su condena, porque aunque un proverbio sioux dice “que mis enemigos sean poderosos, para que no me sienta mal cuando los derrote”, sus enemigos eran desproporcionadamente poderosos. La administración Grant utilizó la muerte de Custer para conseguir el apoyo unánime de toda la sociedad y poder vengar al héroe abatido.