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Mario Hinojosa

Cierro la puerta de casa y al salir percibo un aroma sutil, familiar, como si de pronto se levantase ante mí el edificio de Oscar Niemeyer con el que sueño cada noche, o el jardín borgiano que se repite en mis pesadillas y que acaba por disolverse en el aire, etéreo y huidizo, eso sí, agarrado a mi cerebro como una rémora invisible. Así empiezo a rastrear la distancia entre el pasado y el presente y recuerdo aquel verso de Gabriela Mistral que me persigue desde las primeras muertes que parecen más un simulacro que una realidad a quemarropa: “hay besos que se dan con la memoria”, y en esa tautología intento volver a colonizar la despreocupada felicidad de aquella tarde en La Aldehuela.

Atravesar Aliaga fue algo revelador, no era una planta arisca y de bellísimas flores, o sí, quién sabe, tal vez se aproximase más a un valle que juega al Tetris de la gravedad con sus caprichosos murallones de roca curvados de manera inverosímil, formas aéreas imposibles de concebir, tal vez solo al alcance de la imaginación extraordinaria de Antonio Gaudí. Había cesado la tormenta y con la extrema zozobra del que le cuesta enfocar, me interné por barrios mineros ordenados con escuadra y cartabón, me parecían gemelares aunque estaba convencido de que no lo eran. Me asaltó una arquitectura volcada sobre la carretera, que intimidaba y abrumaba, y vi brotar la vida a borbotones, gente en los porches conversando y gesticulando con la vehemencia de los que quieren vencer y convencer, y niños, sí, niños jugando, ¡qué cosa más extraña! En un momento tuve algo de angustia, lo he de confesar, había uno igualito a uno de los personajes de ¿Quién puede matar a un niño? la película de Chicho Ibáñez Serrador. Y me fui alejando por si al final todo formaba parte de alguna trama terrorífica. Seguí avanzando con la mirada hacia el cielo, la boca abierta y la emoción a flor de piel, hasta que llegué a La Aldehuela. Parece que aún la estoy viendo sentada en un banco, me esperaba con su cámara al hombro y con una sonrisa que nunca la abandona. Franqueamos una valla que peleaba por seguir en pie con una resistencia tan obstinada como inútil, y entre el barro y la maleza nos fuimos adentrando en un mundo onírico, ella disparaba y yo hablaba; mientras, de la tierra subía un agradable petricor. Miramos hacia el horizonte, ahí emergía como del fondo de una alucinación la Central Térmica de Aliaga. Nos pareció un fascinante gigantesco búnker o un desolador ingenio devastado. Entonces ella se acercó insinuante a mi oído y con un susurro entonó esa canción de Julio de la Rosa con la que bailábamos sin parar, “Un corazón lleno de escombros”, eso era aquel lugar. Y lo demás fue un ir y venir constante de cristales rotos, piezas de cerámica quebradas, papeles con datos inservibles como parte indisoluble de la mugre, y una atmósfera tan opresiva como el reverso perfecto de lo que un día fue. Y salir y respirar, y ver las compuertas que no pueden detener las aguas del Guadalope, y la imagen soberbia de las cabras salvajes sobre los riscos, y las pasarelas donde se encaraman los excursionistas, y ella detrás del objetivo, y yo adivinando su risa como un antídoto frente a la melancolía. De repente un aletear nervioso y elegante rompió el hechizo, era un cormorán, el último dijo, e hizo una foto con una agilidad felina, después atravesamos ramas caídas, zonas impracticables, troncos desplomados, retazos de una tormenta que también a nosotros nos había arrasado.

Llegamos a La Aldehuela para cerrar el círculo, allí nos esperaba un zorro anémico y dócil, una luz encendida y unos besos que hoy ya son memoria.

 

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