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El tiempo El tiempo

El tiempo

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Vivimos presos del tiempo, esta nublosa línea que no se detiene, que ignoramos su origen y, como infinita que es, no podemos adivinar cuándo se detendrá. El motor es nuestro cerebro, la carrocería nuestra salud y el cuentakilómetros nuestra edad.

Unos organizan la ruta como quieren; otros, como pueden o como le dejan. Algunos deciden transitar su camino con un lento vehículo a un mínimo consumo. Se alejan de las autopistas porque ni tienen prisa ni están dispuestos a pagar peajes. Otros se montan a lomos de la adrenalina y viajan a toda prisa en una moto sin casco, sin miedo a los riesgos que corren.

Pasamos demasiadas horas engrasando las ruedas de una empresa sin ser conscientes de que el verdadero lujo no es tener dinero, es tener tiempo para invertirlo en uno mismo. Porque el tiempo solo son las cosas que te van sucediendo día a día: por eso pasa tan deprisa cuando estás feliz y tan lento cuando deseas algo.

Literalmente el tiempo vuela. Esta noche por fin llegan los Reyes desde Oriente, después nos alcanzarán los carnavales y sin darte cuenta te sorprenderá la Semana Santa. De repente, un día notarás que la luz de la tarde se apaga más tarde y en un abrir y cerrar de ojos el invierno se retirará para dejar paso a la primavera.

En el monte florecerán los árboles y las calles de los pueblos se llenarán de vida. Una mañana, camino del trabajo, observarás que las fruterías ofrecerán sandías, cerezas y melocotones y, sin saber por qué esquina aparece, te darás de bruces con el verano.

Entonces te sorprenderás a ti mismo cargando otra vez la sombrilla en el coche para cumplir con el rito de olvidarte del jefe, al menos durante los próximos días. Al ponerte el bañador te insultarás por haber desperdiciado otro invierno tirado en el sofá sin hacer el ejercicio suficiente como para lucir esos abdominales que solo ves en las redes sociales.

Las playas seguirán igual de llenas que el último agosto y te reencontrarás con los amigos de toda la vida en las fiestas del pueblo antes de reiniciar el curso, porque cuando mires el reloj ya será septiembre. El bronceado permanecerá grabado en tu piel unos días más, lo que tardas en preparar el uniforme y forres los libros para el nuevo curso escolar.

La tarde que eches mano de la gabardina verás que el cielo oscurece un poco antes que ayer. Después del puente del Pilar llega el de Todos los Santos y, nada más estrenar el mes de noviembre, las televisiones empiezan a cansar con anuncios de turrones, los pueblos empiezan a vestir sus plazas con árboles gigantes llenos de luces y en un abrir y cerrar de ojos estamos otra vez preparando las fiestas de Navidad.

Los años pasan así, uno detrás de otro, en un chasquido de dedos, y el tiempo es tan relativo... Los inviernos de la niñez y los veranos de la adolescencia eran largos, aventureros e intensos porque cada día descubrías sensaciones nuevas y, con ellas, te abrías camino en esa vida empinada en la que el tiempo no importaba absolutamente nada porque quedaba todo por vivir.

Pero un día, sin saber muy bien cuándo, ya hablas y te comportas como el adulto que ayer eran tus padres. El tiempo se para en seco, pasa mucho más lento, y a lo lejos aparece ese precipicio por el que de vez en cuando va cayendo algún ser querido. Y es entonces cuando valoras de verdad la cápsula de fragilidad que envuelve y protege al tiempo.

Porque, en el viaje del vivir, no todos los que van llegan. Unos cogen caminos que no son suyos, estudios sin futuro, amores sin destino. Son los tiempos perdidos que jamás volverán.

Saber hacia dónde se va y hacia dónde queremos ir y, cuando nos equivocamos, corregir a tiempo, es la única forma de llegar antes de que se nos acabe el tiempo. Por eso hay que estar con los ojos bien abiertos lo que dure nuestro camino: porque siempre estamos yendo.

 

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