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Javier Lizaga

Son buenas gentes que viven, laboran, pasan y sueñan. Leo a Machado y no reconozco ni mi letra en los márgenes, hemos vivido ahí. Ahora ya sé por qué me gustaba este poeta de rimas frioleras y floridas. ¿Con qué iba a rimar un zagal que se perdía junto al río y cuyo tesoro era un puñado de zanahorias recién cogidas? La poesía, como la tierra, la levanta el viento y se te pega a la piel.

Aquel 13 de junio llegaba de viaje y conté que 40 familias se habían quedado sin casa. A pagar siempre poca ropa, cuántas veces lo he oído. Una vida, una casa, los ahorros, los recuerdos, ni las joyas, qué casualidad, cuánto se ha perdido entre los escombros.

Ya sabemos qué pasó en el incendio de Valencia, pero ni mu de los informes, las catas o las grietas que van apareciendo en la calle San Francisco. La respuesta errada empieza por la pregunta, ¿sólo importa quién paga?

Allí ya no están la frutería de la Mari, ni la pescadería frente al cuartel, ya no cortan los camiones de la bodega el tráfico, ni arriba tienen los de Solera la tienda de televisiones.

Los bares han cerrado, los de la Colmena ya se marcharon y ni los coches se empotran contra la barbacana de ladrillo.

Dice María Sánchez, léanla por favor, que, a veces, piensa que la infancia es un espejismo. Empieza a pasar en Teruel, que uno recuerda una ciudad que parece mentira. ¿No se puede hacer nada con las casas en ruina o los negocios cerrados?

José Luis Sampedro contaba que se escribía siempre la historia de los personajes de sus libros, aunque luego solo usara dos líneas.

Nos pasa que siempre pensamos que podríamos haber sido nosotros, que siempre son el sujeto de nuestras frases. No es cuestión de un edificio, ni de una calle, ni siquiera de la ciudad.

Como decía Antonio Machado, “yo voy soñando caminos de la tarde”. Y eso es lo que no queremos que se quede entre los escombros, ni sus sueños, ni los nuestros.