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A los labradores A los labradores

A los labradores

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Javier Lizaga

Mi primera felicidad en la vida fue un manojo de zanahorias. Mi abuelo miraba la tierra con la pericia de un navegante y, zas, clavaba los ganchos. Abría la tierra con la facilidad que se hojea un libro. Su media sonrisa incentivaba mis prisas por estirar de lo que fuera, y demostrar que podía sacar una zanahoria, que no la iba a partir, ni a quedarme con…vale sí, otra vez, … Sus manos solucionaban el desaguisado. Y a los cinco minutos estábamos rebuscando en el furgón, que luego se llevó una riada, el bote de sal. Había que aderezar el manjar que habíamos lavado en un cubo sacado de la acequia. Bien frotadas, como las uñas roñosas de un muchacho, había que quitarles cualquier resto de tierra para que no rechinaran los dientes.

El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. Así explicó José Saramago al mundo, en su discurso del Nobel, quién le enseñó a contar historias. Su abuelo, bajo una higuera, movía el mundo con dos palabras mientras conciliaban el sueño al raso una noche de verano. “¿Y después?”, rellenaba Saramago las pausas demoradas que introducía su abuelo Jerónimo. El mismo que, al presentir que la muerte venía a buscarle, se despidió de los árboles de su huerto, uno por uno, abrazándolos y llorando porque no los volvería a ver.

Ahora que se me pierden los libros, me brotan las canas y los atardeceres contemplados ajustan el balance, me pregunto quién nos convenció para desertar del campo.

Cada San Isidro recuerdo a mi abuelo Domingo y cómo me enseñó lo lejos que llega una acequia, lo fugaz de una cosecha buena y la parsimonia que requiere la maestría.

“Estudia todo lo que puedas, vive todo lo que puedas, y que nunca nadie tenga queja de ti”, me contestó cuando le anuncié que en unos días me iba a la universidad. Toda esa sabiduría cabía en un manojo de zanahorias. Cogido con esfuerzo, sin remilgos y con humildad.