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Javier Lizaga
El verano es increíble. Como es inconcebible en enero pensar las noches de ventanas abiertas. Ese punto inverosímil renueva su fama de “todo puede pasar”. Capaces de llenar dos lavadoras con lo puesto, ahora pasamos un día en chanclas. Y en la calle. Donde resuenan, a medianoche, las charradas de los paseos nocturnos que se cuelan por las ventanas abiertas. Como si, de pronto, hubiera vuelto la humanidad. 

Nosotros somos también otros. Ya no hay extraescolares, sino cervecita. El reloj impone menos y, fingida o real, la prisa relaja, como un día de fiesta en la China comunista. “Compórtate como en un banquete. Llega algo a ti, sírvete moderadamente. Déjalo pasar”, recomendaba Epícteto, maestro estoico. Sugerencia hecha para ser comprendida tumbado en una toalla en el Puerto de Sagunto, donde la felicidad tiene el precio de una lata de olivas del Maradona.

Siempre está la amenaza del “hay que ver…”, nada nos uniformiza más, reflexiona Azahara Alonso, que lo que nos recomiendan, como si todos fuéramos iguales, como si viajar fuera tachar una lista de “hayques”. En Gozo, Azahara cuenta su año sabático en una isla. “Mi vocación es comprar el tiempo con dinero. Para eso cualquier trabajo es bueno, lo importante es no encariñarse con él”. 

Podría haber comentado las noticias: la exhibición del martirio de Santos (al pelo) Cerdán, que va camino de Judas, visto la de Pilatos que hay. Podríamos hablar de cómo España hace el agosto mientras nos arruina. O incluso, de cómo el fútbol tiene tanto dinero que cada vez vale menos. Pero estos días las noticias más importantes son unos tomates que plantó mi hija. 

Aprovechen el verano, esto es, aprovechen esta sensación de revolución, quien sabe... No se comparen, como decía Bauman, uno siempre descubre que le falta algo. 

La felicidad es centrífuga, menos uno, pensar más en el resto. Nos vemos en agosto. Solo me retuerce una pregunta, ¿podemos entre todos parar la guerra en Gaza?