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Blanca Blanca
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Javier Lizaga
Eran los tiempos en que uno era sin serlo, muy al contrario de ahora, cuando no somos, aunque lo diga un título. Blanca quería ser botánica, aunque eso, ni existía. Blanca recogía flores, describía cada una de sus características y las dibujaba, con una minuciosidad casi sacramental.

Su maestro era Bernardo Zapater, tan científico como párroco de pueblo, y que acabó sus días en la localidad de Albarracín, para fortuna de la joven Blanca. Como los que saben de verdad, conocía muchísimo más de lo que publicó, una miseria. No conozco a nadie que le gusten las mariposas y no sea de fiar, él les dedicó todo un libro.

Pero volvamos a Blanca, Blanca Catalán, de los Catalán de Ocón de toda la vida. Ya saben, los de Calatayud, pero que vivían en Monreal del Campo. Su madre, en lugar de enseñarle a hervir verdura, le ilustró en el arte de herborizar, que, aunque suene a cultivar opiáceos, consiste en recoger, secar y conservar ejemplares para describir sus taxones. Esas cosas raras que hacen los científicos.

Blanca amaba Valdecabriel, un caserón que tenía su familia (cuántas Blancas sin familia aristócrata e ilustrada se perdieron) muy cerca del Valle del Río Cabriel, en las entrañas de la Sierra de Albarracín.

Blanca nos enseña de dónde vienen los nombres de las flores y cómo olvidamos el de las mujeres importantes.

Ella dio el suyo a dos especies. La saxifraga Blanca y la Linaria Blanca. En otro ejemplo de cómo han cambiado los tiempos y el puñetero egocentrismo, no fue ella, sino dos botánicos Mauricio Willkomm y Carlos Pau, quienes bautizaron así dos especies que descubrió nuestra prota.

Blanca, por cierto, que se me olvidaba, es la primera botánica española de todos los tiempos. Su legado puede verse estos días en el Museo de Teruel: Maravilla, una exposición que ha llenado de buenas hierbas y arte ese edificio.