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Javier Lizaga

La coherencia y el ridículo son vecinos. Lo pienso aun, a veces, tras terminar uno de esos actos que presento. Creo que ya nadie lo nota, pero antes de empezar a hablar, unos segundos antes de que todo eche a rodar, siento el vértigo, como el funambulista que da el primer paso, y recuerdo aquel niño tímido que balbuceaba la respuesta paralizado por la vergüenza. La infancia es siempre una buena patria. Anteo era el gigante, hijo de la diosa Tierra, que con solo tocarla sacaba una fuerza extraordinaria. Hércules sólo pudo vencerle levantándolo en vilo y aun en el último aliento buscó Anteo la caricia materna. 
El mito se lo he robado a Irene Vallejo que empezó así su discurso por la medalla de Aragón de este año. Yo se lo volvería a dar al año que viene sólo por haber vuelto a los mitos griegos, dos mil años atrás y por hablarnos de luz, en nuestra caverna (de Platón) donde retumban los discursos diarios de sombras, insultos, palabras vacías y mentiras plenas. Irene ni les nombró, pero todos pensamos en ellos. Vallejo nos trasladó a esos clubes de lectura, que “desembocan en ese ritual de tortilla y croquetas compartidas” y rescató el espíritu mudejar, de quienes en tiempo de huidas, derrotas y religiones, prefirieron urdir proyectos y confianzas. Un rato antes habíamos pensado que queremos ser de Teruel, pero también de él, de Carbonell. Un premio, el de hijo adoptivo, que solo reconoce lo que ya sabíamos, que Joaquín es tan nuestro como la arcilla. Su hijo nos contó lo que le enseñó su padre: a comprar libros y discos, porque los que hacen cultura viven, no sólo de alabanzas, a valorar el tiempo y disfrutar con lo que hagamos, día a día.
Aunque si tuviera que elegir una frase, me quedaría con Emilia Nájera, la primera vacunada en Aragón. Una abuela en representación de todos los mayores confinados en residencias, antes, durante y después del virus. Y pareció que hablaba de verdad por todos: “Somos una generación que hemos vivido con muy poco,… hemos aprendido a ser felices”. Porque sí, porque la felicidad no es un estado, ni un regalo sino un aprendizaje, porque como remató Emilia “hay que encarar las cosas como vienen, luchar y mejorar empezando por uno mismo”. Y queda claro que no importa que tiemblen las manos, o la voz sea dulce, sino que el discurso tenga sentido. Y tarea de los que contamos, repetirlo, para que no se olvide.