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El beso El beso
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Javier Lizaga

Cualquiera lo sabe, un beso o un te quiero te pueden arruinar. Recuerdo estar la hora después del recreo, completa, abducido. Y preguntarme qué asquerosidad era eso, mi primer beso. Tenía ganas de gritarle al pupitre de atrás: “Eh! ¡Pero no me ha gustado, eh!”, como Jenny Hermoso. Tan difícil de entenderlo todo, para los que apagamos con el pitido final, como el estribillo del Aserejé que sonaba en el vestuario. A los dos días, drama mediante, yo renegaba de cualquier contrato de matrimonio firmado con 13 años y tres babas.

En El hombre tranquilo John Wayne, en una escena mítica, coge de la mano a Maureen O´Hara, le da la vuelta y le planta un beso. Al segundo siguiente O´Hara le pega un bofetón y le grita: “Es un sinvergüenza, ¿cómo se atreve a besarme así?”. La película es de 1952, tan vieja que no había ni feministas, ni redes, ni medias tintas.

Ni Rubiales ni Jenny Hermoso fueron lo uno ni lo otro. “Bésame como si fuera la última vez”, le dijo Elsa a Rick en Casablanca, o “¡Marcelo!, come here,” le gritó Anita a Marcello para definir La dolce vita. Los ojos encendidos de la Hepburn señalan que no es necesario ni hablar en Vacanze romane. Lo primero que desafió Rubiales fue el poder icónico de un beso. Le pasó a Al Capone. Da igual por qué te empapelen, al final, te condena el ego.

Con doce jugadoras aborrecidas por la gestión de Vilda y Rubiales, una victoria (ya saben quién escribe la historia) casi borra todo. Casi olvidamos a los que dijeron en 2019 que el fútbol femenino no era rentable o a los que no volverán a ver un partido.

Como le dijo Aitana al entrevistador: “Estas más emocionado que yo”. Cuando repites todo un año que tu equipo es el mejor, el día que levantan la Copa sientes un bajón. Proporcional a los soplagaitas que se cambian el estado de wasap. Pasa con los besos, tanto como con los gilipollas, ambos se ponen en evidencia.