

El caos empieza siempre por pequeños detalles. Un semáforo apagado fue el primer indicativo del caos, aunque, tal como está el mundo, ni pensé en maldecir al alcalde. Una ducha fría y me vi pagando un pincho de tortilla a oscuras en un bar. “Sin tique”, me dijo el dueño, y quedó ese aire a fraude a la Hacienda pública, y la indiferencia.
Cualquier catástrofe evidencia, siempre, que no estamos preparados, no digo ya para la catástrofe, sino siquiera para hacernos a la idea. Hay gente limpiándose el culo con papel de 2020, como habrá gente comiendo pan del lunes, aun la semana que viene. Cada catástrofe tiene siempre su merchandising: hornillos, linternas y, sobre todo, transistores. Es bonito ver que, incluso cuando el final se acerca, la gente se arremolina para gastarse unos eurillos y pensar, también, lo barato que se revenderá todo.
Disfrutaron del caos especialmente en las ciudades, siempre quieren ser más. Gente atrapada en un metro, gente atrapada por no coger un metro. O un tren, o un avión, en general, gente atrapada, pero mentalmente. Hubo espontáneos gestionando el tráfico, cuál muletillas, que hacen ser optimistas sobre las vocaciones a urbanos. Y una certeza, si un día llega el fin del mundo, al 50% les pillará en un cola.
Por haber hasta hubo buenas noticias: peña que no curró y se echó unas cañas, quien estuvo dos horas paseando al perro, quien paseó en lugar de ver la tele, más siestas, incluso se dio el caso se padres y madres que atendieron a sus hijos, quiero decir les prestaron un mínimo de atención, mientras estaban en el parque, en lugar de mirar al puto móvil.
Cuando conseguí llegar a casa, después de comprar una garrafa de gasoil de extraperlo a dos tipos que seguro vendían también armas, mi hijo resumió lo que ya era una evidencia: “ha sido el día más raro de mi vida”. Es un experto, en 6 años de vida lleva una pandemia, un volcán, un apagón y dos Copas de Europa. No siempre se gana.