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Feliz Navidad Feliz Navidad
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Javier Lizaga
El primer marisco de cada Nochebuena eran las gambas del bar El cruce, donde hasta los regalices sabían a nicotina. Recién fritas. Te sabían a gloria y eso que te las comías de pie en la barra y rezando que no se te cayeran al suelo, impracticable. Era el único día que no había mucha bronca para mi padre y para mí si llegábamos tarde a comer, porque luego aún había que currar un rato. 

He visto muchas veces al Rey en pijama. Quiero decir que yo iba en pijama y que era el rey. No tenía ni que poner la mesa. Esa noche se cenaba en el salón, que se usaba menos que la cubertería fina. Te imaginabas que la gente de bien cenaría así a diario. Yo, lo máximo, ponía algún villancico y echaba unas partidas al guiñote con mi abuelo. Toda mi responsabilidad era el entretenimiento, que no faltase de nada. 

Las auténticas jefas eran mi madre y mi tía. La cocina era una fábrica de olores. A cambio de tener información privilegiada, te tocaba preparar unos patés o un platito de jamón y queso, al que había que aplicar el diezmo. Había diez o doce tajos abiertos pero, como en la obra, mucha alegría. No se habían ni inventado las cestas de navidad, lo exclusivo era el cardo del huerto y una anguila, que me obligaba a pegarle fuerte a los entrantes. 

Hasta que un año fui por error a Madrid no supe que la Navidad también era eso, que había tantas luces. En Barcelona descubrí una plaza llena de puestecillos con caganers. Y así. Pocas fiestas tienen tantas versiones y, al mismo tiempo, se viven en todo el mundo. 

Un mundo que a ratos parece que amenaza catástrofe, y que otras, si no nos complicamos tanto, es bastante maravilloso. 

Tanto como millones de personas simplemente compartiendo. Cada uno lo que quiera. Como cuando llevábamos una botella de sidra para después de la misa del gallo.

A veces, por las noches, me quedo mirando un poco a mis hijos a ver si les veo crecer. Quizá para eso sirven noches como esta. Para compartirlo y disfrutarlo.