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Javier Lizaga
Vender historias para que te compren productos. “Si puedo explicarle a mis clientes que este jamón es de unos cerdos que cuidan, en su pueblo, Antonio y su mujer, este jamón vale el doble”. Me lo explicó James Robinson, con nombre de destilería, pero que dirige una de las empresas (Brindisa) que suministran de productos españoles a los restaurantes y bolsillos de lujo en Londres. Su web tiene tanto arte que te venden olivas a precio de oro (para picnis, concretamente).

Cuando era zagal, me tocaba vigilar hasta que hervía la leche, que nos acaba de traer el de “los Gatos”. Comía lechugas de Luciano, cuando se espigaban las de casa. Cogía, muestra de estirón, ciruelas claudias del árbol de Gregorio. Mis favoritas eran las “carlotas” moradas de Manuel “Barcelona”, famoso porque después de una boda en la capital no sabía dónde había aparcado y porque cuando enfermó, con 70, el médico no tenía ni sus datos. Mi abuelo, “cebollas”, era famoso también, y no había producto sin apellido.

Ya ven si somos tontos del haba, con cariño y por no salir del huerto, que, ahora, lo que antes teníamos en la puerta de casa se lo llevan los potentados, como los árabes a los futbolistas. Y pensamos que hacemos el agosto. Acabo de volver de vacaciones de una zona productora de sandías, donde no se vendían sandías. Imagino que las pagan mejor fuera. Así acaba esto.

La rueda siempre para en el mismo sitio: pagar por aparcar en una explanada, porque la playa es de Instagram, pagar por una sombrilla o una tumbona más de lo valen nuevas, pagar por coger setas, pagar más por un camping que por un hotel de lujo, pagar por un helado a precio de caviar, pagar, pagar, pagar…Pagar la moda, el paripé, la foto y la tontería y sumarle la plusvalía de “¿y qué vas a hacer?”. Difícil ir contra corriente, pero, por lo menos, que no nos cuenten historias.