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Mirar desde arriba

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Javier Lizaga

Con España inmersa en discusiones de noviazgos adolescentes, del tipo “te odio, pero no se vivir sin ti”, a mí lo que me da miedo es que me echen del país. Porque alguien se entere que me importa un pito lo que se rompa, salvo si es el sentido común. Porque pienso que la violencia no acredita abosolutamente nada. Y porque solo veo a dos niñatos ricos, metafóricamente, capitalinos y engreídos discutir asuntos que me suenan aburridos.

Me interesa mucho más, por ejemplo, la búsqueda de la felicidad. Estos días, leo afanoso “el arte de la vida” donde Bauman denuncia que ya vale de equiparar el PIB de un país con su riqueza y bienestar, que la gente muchas veces gasta dinero en antidepresivos, arreglar el coche, después de tener un accidente o comprar agua embotellada, porque es una mierda la que sale de su grifo. Pero esos gastos, que evidentemente mueven la economía, la felicidad, lo que es la felicidad, no la dan. Computen también los gastos en banderas como pérdidas.

Plantea también que Séneca era muy listo cuando decía que en lugar de pensar que las cosas buenas son inmortales, deberíamos considerar las cosas inmortales como altamente valiosas. Casualidad o no, el lunes me tocó cubrir la restauración de la Torre de la Catedral. Jose María Sanz, arquitecto que ha intervenido en la recuperación de las cuatro torres, nos contaba que esa vigía de 40 metros había tenido tanta vida que resumía casi la de toda la ciudad, con la que comparte practicamente sus 8 siglos de edad. 

Cuando volví a Teruel tras varios años de diáspora universitaria, me fascinaba cruzarlas a diario, que fueran unas vecinas más y, al mismo tiempo, evidencia de la belleza y del poder que tenemos. 800 años después se han necesitado 900 ladrillos para que la torre vuelva a brillar. Tan necesario o más que el arquitecto es el artesano, Laureano, que ha hecho a mano cada pieza. Irregularmente perfecta. 

Las techumbres mudéjares querían imitar al cielo (tienen que ver “los cielos españoles). Para Ricoeur la vida buena era como una nebulosa de estrellas donde uno nunca sabe a ciencia cierta qué estela seguir o cuando abandonarla por otra de las miles de incontables estrellas. Esa incertidumbre es la felicidad.