

Prefiero hablar de lo que me rodea, pero os tengo tanto cariño como a las excepciones y así os confieso que mi último trastorno se debe a que este domingo correré mi primera maratón. La única premisa es no daros ningun sermón, más bien espero que esto ahuyente a las buenas almas de semejante transverberación, ríete de Santa Teresa. Mi relación con el deporte se podría resumir con una frase de Ivan de la Peña, que tras fracasar en Lazio, Marsella y Barça cuajó dos buenas temporadas de perico y cuando le preguntaron si lamentaba no haber triunfado en la selección, espetó: “Pero aún hay tiempo, ¿no?”.
Como en cualquier crimen son importantes los antecedentes. Ya no por los dos esguinces de rodilla, tres de tobillo y tendinitis del rotuliano que derivaron en una frase que me dedicó un traumatólogo -“¿Te ganas la vida con el balón? Pues déjalo”- y frustraron mi carrera de Julio Salinas del futbito. Universidad mediante y jueves incluidos, no tengo que citar cuántas carreras se han hundido así, no volví a practicar deporte en serio hasta que empecé el doctorado.
Creedme: cuando tienes por delante 5 años sin vacaciones, festivos y decenas de libros y trabajos necesitas algo peor, para odiarlo. Correr era el ejemplo más descorazonador de que si miras a la meta te paras y, al final, acabé la tesis y seguí corriendo. La frustración es una gran escuela, no lo duden. Maradona cuenta cómo el partido después de quedarse fuera de la selección argentina en 1978 arrasó él solito con dos goles y dos asistencias a Chacarita. Un rival le dijo: “Porque llevo otra camiseta, si no lo celebraba con vos”.
He tenido ampollas en casi todos los dedos de mis pies, he corrido a 6 bajo cero, de madrugada, con frontal, festivos y no, y así cuatro meses y aun así me da vergüenza quejarme porque peor ha sido aguantarme. No hay secretos y, por supuesto, mucho bueno: el sol, la libertad, la tranquilidad o la cerveza de después. Aunque si tengo que quedarme con algo es el respeto: sólo puedes admirar a cada uno de los que corren más rápido que tú. Sólo es comparable a la amistad. Los kilómetros son tan sinceros como la barra de un bar. Cuentan tanto que lo que menos importa es cuánto se corre.
Bauman plantea que nos ponemos retos imposibles y esto explica que la felicidad verdadera siempre se aleja cuando nos acercamos. Por eso, correr es lo de menos.