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Nada Nada
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Javier Lizaga

Suelo trabajar a las 6 de la mañana. La casa en silencio, la vida fuera, detenida. Estos días es como si el reloj no las superase, como si hubiera una gran broma macabra orquestada entre todos. Todos escondidos. Ayer me acordé de Nada de Carmen Laforet, con la ternura de las cicatrices. El libro cuenta la historia de Andrea (alter ego de la escritora que dejó esta joya con 23 años) que llega del pueblo a Barcelona, a casa de sus tíos. Viene con la ilusión encendida y se topa con la roña, las caras angulosas del hambre y las miserias. Cuando le abren la puerta, “a partir de ahí todo fue una pesadilla”.

En cierto modo, los afortunados que seguimos currando, que salimos de casa, sentimos eso. Me da pena caminar pendiente de las distancias. Sin querer importunar a nadie, pero lejos también de la vida. Todos somos la cucaracha de Kafka, todos sentimos, estos días, esas miradas extrañas, ajenas. Miedo cada vez que vuelve a casa. “No te acerques, te beso luego peque”. Te quitas la ropa en el sótano y te metes a la ducha. Como si el agua pudiera borrar las marcas que deja la soledad, el otro virus. 

“Tenemos que levantar la cabeza y pedir que nos echen una mano, porque mañana será otro el que necesita ayuda”, lo contaba Marta Ventura, la directora de la Residencia de Ancianos de Monreal en este periódico, en una entrevista que se lee como te recorre un escalofrío. Cuenta cómo sus 55 trabajadores se han convertido, a veces, en apestados, a los que evitan saludar en su pueblo, sus vecinos. Admite que todos, ella la primera, se han encerrado a llorar solos en un baño. Relata cómo es una fiesta cuando llega el pedido de batas desechables y como la información es un arma de defensa. 

Lo primero, del protocolo diario es levantar el ánimo. Las palabras de quien pregunta: “¿Me voy a morir?”. Y se contesta: “Tranquila, yo ya lo he hecho todo”. Y la persistencia de quienes no pueden abrazar a sus familias y siguen. Ni uno de sus trabajadores, subraya la directora, ha abandonado. En el libro de Laforet una carta de una amiga le permite huir. La directora explica que cada mensaje de móvil es un abrazo. Si les llega este querría darles las gracias por salvarnos, a todos los sanitarios porque cuando esto acabe, ellos tendrán que repartir la dignidad, valentía y cariño que les hayan quedado. Son los depositarios.