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Las alas de Nona Las alas de Nona
Juan Joaquín Marqués Garzarán

Las alas de Nona

El Espejo de Tinta, por Isabel Cortel

La mañana en la que aquel oficial llamó a la puerta se cumplían, casualmente, 30 años desde el final de la guerra. Entregó a Clara un paquete, algo que habían encontrado mientras desmantelaban un viejo almacén. Objetos personales, fotos y varias cartas: el nombre de su padre aparecía en el remite, el nombre de su madre, en el frente del sobre. “No quiero saber nada”, dijo esta sin pensarlo. En cambio Clara sí sintió curiosidad. Una letra muy cuidada para alguien que no terminó de estudiar, es lo primero que llamó su atención. “¿Papá te llamaba Nona?, no lo sabía”. Su madre se giró hacía ella y dijo, “léela, anda”.
“Querida Nona, hace mucho que no te escribo, lo sé. Varios meses quizá, aunque no tengo muy clara mi percepción del tiempo. Solo que ha llegado el frío. No he podido contactar contigo, ni sé tampoco si mis cartas anteriores te habrán llegado bien. Han pasado muchas cosas desde la última misiva, muchas más desde luego. Antes solo podía hablarte del frente, del estruendo de las armas, del miedo, de las noches largas y oscuras en las que cualquier sonido te alerta... y de mi desconsuelo por haber tenido que marcharme así, recién casado. Ese desconsuelo me acompaña todavía, no me deja nunca.
Es un peso que, por otro lado, me da alas, tus alas Nona, las que me harán volar hacia ti, de nuevo. Y en eso estoy. Cuando recibas esta carta yo habré escapado de todo esto. Lo llaman desertar y un desertor seré. Un superviviente de esta locura, que no es mia. No aguanto más y emprendo la marcha.
En el primer pueblo al que llegue enviaré estas letras para que me esperes. Te quiero, Leandro”.
Como nunca se habló de la guerra en esa casa, Clara apenas conocía la historia de su familia. Esas cartas eran una puerta al pasado y que abría el alma de sus padres. “Sigue”, dijo Norma.
“Querida Nona, continuo buscando mi camino a casa. Solo puedo moverme de noche y lo hago despacio aunque sin parar. Porque si paro me muero de frío. Duermo de día, escondido donde puedo y me escabullo en las sombras para alejarme del horror. Un horror ajeno que nos ha convertido en enemigos de nuestros vecinos y amigos, porque alguien dijo que así debía ser. Pero esta no es ni ha sido mi causa jamás. Mi causa está a tu lado, mi causa es sacar adelante nuestra finca y crear una familia. Viajar y poder ver algún día una película de Norma Shearer, para ver si es verdad que tiene tus ojos. No lo creo, nadie se parece a ti. No sabes con qué fuerza me mantienes vivo en medio de todo esto. No hay nada igual, ningún cuadro podría pintar en lo que se ha convertido este país. Es la locura absoluta, pero tú me llamas por las noches, entre los árboles: “no mires, no escuches nada, solo a mi.
Te espero”, y yo sigo esa voz, tus alas me envuelven. Ya voy. Tenemos tanto que vivir. Dejaré esta carta en algún servicio postal, si puedo. Te quiero, Leandro”.
Norma se levantó y caminó por la habitación. “Hizo tanto frío aquel invierno...” y su mirada se perdió para volver a aquella sala que se había llenado de recuerdos, dolorosos la mayoría. Se abrió paso entre ellos para regresar junto a Clara, que decidió guardar aquellas cartas. Sin embargo, su madre la detuvo y le pidió leer “una más”: “Mi querida Nona. Escribirte es como hablarte y así parece que estoy más cerca. Me desespero porque no llego nunca a casa. No sabía que estaba tan lejos. Pero claro aquí nadie sabe nada del tiempo ni del espacio, solo sabemos luchar, ¡qué remedio!, obedecer y no morir (con suerte). Pero encontraré el camino. Anoche me topé con un granjero. Creí que había llegado mi hora pero queda gente buena. Gente que se mantiene ajena a esta guerra. Hacen bien. Y esta buena gente, que no est de parte de nadie, me acogió y por primera vez dormí de noche, caliente y después de asearme y comer, lo poco que tienen ya. Fue como si me tocara la lotería.
Gracias a ellos supe que hace un año y medio que dejé nuestra casa, Nona. Un año y medio con nuestras vidas en pausa, sobre un precipicio sin sentido. Me enfada que nadie piense en el tiempo robado de vida, de risas, de amor, incluso de cosechar... nadie nos lo devolverá, ¿verdad, Nona? Ni a nosotros, ni a nadie. Bueno, te alegrará saber que esta gente me ha preparado un hatillo con algo de queso y pan, no tienen nada más porque pasó por aquí un grupo de soldados que hicieron acopio a costa de esta familia. Los condenaría si no fuera porque conozco el hambre que les acompaña en sus caminatas. El caso es que esta familia me ha indicado el camino más corto a casa. Dejaré esta carta en el primer puesto que vea. Te quiero, Leandro”.
“Querida Nona. Ha vuelto a pasar mucho tiempo pero han pasado muchas cosas. Esto es cada vez más difícil pero estoy cerca ya de ti. He pasado días quieto, escondido porque los bosques se están llenando de llanto y dolor: soldados, aldeanos, todos huyendo. Todos. ¿Quién quedará en el frente? Y sobre todo, ¿quién queda convencido en el frente? Voy a contarte algo que me pasó hace unos días.
Con las primeras luces decidí moverme por fin. O la guerra acaba conmigo o lo hace el frío. Apenas había avanzado unos metros cuando el crujir de una rama me congeló el corazón. Me giré con el fusil levantado y me encontré otro fusil apuntándome. Su portador llevaba el uniforme del enemigo.
Enemigo, curiosa palabra para un completo desconocido. Enemigo... Nos miramos fijamente pero lo único que leímos en nuestros ojos fue el hambre y el hartazgo y ambos bajamos nuestras armas, aunque alertas, eso si, pues nunca sabes quién te disparará o cuándo. “Tengo pan”, me dijo. Sonreí, casi reí, porque esa era la mejor noticia en meses. Nos refugiamos en un abrigo, y allí compartimos lo que teníamos. Creimos que había llegado nuestra hora y lo que había llegado era la hora de comer con alguien al que, como a mí, obligaron a formar parte de un bando y a abandonar su causa, la suya.
Él tampoco sabe a qué obedece esta sinrazón. Ha perdido a dos hermanos. Compartiremos camino.
Mejor, los disparos se oyen cerca, los silbidos de las balas no cesan. Este no es un trayecto seguro. Cuanto más me acerco a ti más miedo tengo. Miedo de no llegar. La belleza de estos bosques se diluye en la guerra. Te quiero, Leandro. Por cierto, se llama Víctor”.
“¡Victor!”, exclamó Clara. “Eso es, tu padrino”, contestó su madre. En ese momento alguien entraba por la puerta y Norma levantó la vista con lágrimas en los ojos. “Amor, he recibido correo”. Y Leandro sonrió.