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Carmen Hernández Abad

Ronda de noche

El Espejo de Tinta, por Mario Hinojosa

Por Mario Hinojosa

Se puso a temblar, la superficie oscura del horizonte le recordó el fondo del lago Lehman, donde un día lejano ya, fue en busca del fantasma de Jorge Luis Borges.

Respiró y dio el primer paso, en su mochila el enésimo guión rechazado, otra decepción. Estaba frustrada, siempre creyó en su talento pero la realidad se mostraba descarnada y palmaria, una vez más no había nada que hacer, quería pegarle un puñetazo a la pared, gritar, llorar, pero siguió avanzando insomne por esa deriva que ahora era su vida. Empezaba a llover con fuerza, a cántaros, las gotas rebotaban en su pelo rizado, nada le importaba tanto como esa derrota, ni los huesos calados, ni el sempiterno dolor de estómago. Se refugió bajo una cornisa, encendió el teléfono, parecía un insecto de luz balizando la tormenta, estaba empapada, tenía ojeras, el rostro demacrado y una mueca triste, parecía haber llorado o matado a alguien.

Siguió calle abajo hasta una edificación en ruinas, se metió por una ventana rota, se sentó en el suelo, hacía frío, y de pronto sintió el cansancio caerle encima como una losa y toda la humedad mordiéndole el espinazo, metió la mano entumecida en la chaqueta y sacó un revólver que parecía el insecto de Kafka, se vio por un segundo como Gregorio Samsa y eso le hizo sonreír; de la mochila extrajo una Moleskine y un boli Bic, y empezó a escribir esta historia.

Avanzo a tientas entre las sombras y despejo el pánico a manotazos, el interior del local está oscuro, el suelo cruje con mis pisadas, no hay contrastes de luz, de pronto tropiezo con algo y acabo en el suelo, palpo el cemento, está áspero, noto la sangre salir a borbotones de mi nariz, grito, pido auxilio y repto, sé que es tarde, la investigación ha llegado demasiado lejos, después de lo que sucedió en la Central, estoy sentenciada.

Estiro el brazo y siento el tacto desabrido de una rata, la agarro de la cola y la tiro contra un muro, los chillidos son insoportables, entono una canción para espantar el miedo, pero algo me aterroriza. Semiocultos en un rincón veo dos ojos fosforescentes, me quedo petrificada. Al principio pienso en una alimaña, después comprendo que no, es algo sobrenatural, mi formación y mi convicción es empírica, soy experta en algoritmos y juegos de lógica, pero algo extraño me impulsa hacia la penumbra, algo animal, instintivo, casi demoníaco. Y entonces recuerdo aquel pasaje maldito, siempre aparece en los momentos de tensión, la noticia en el periódico: “Muere el poeta Marcos Dalmau, su novia, borracha, conducía una moto de gran cilindrada.  La joven promesa de la narrativa española se revienta contra una pared.” El silencio espeso, los sesos esparcidos y  las salpicaduras de sangre en el borrador de la novela que iba a llevar a la editorial, “Maenza” de eso me acuerdo, de ti Marcos.

Analizo la situación, soy más alta que la presencia, calculo la distancia que nos separa, apenas un par de metros, siento una punzada en el plexo solar, me afecta a la respiración, durante un instante pienso en cómo sería morir aquí, y sin demasiadas esperanzas decido ir hacia la aparición, empiezo a barajar posibilidades, como tal vez un milagro, y eso para alguien eminentemente cartesiana como yo, es mala señal, a mi juicio la Fe, esa Fe, es el síntoma de la desesperación.

Me repito una y otra vez lo que me decía mi padre: “si no lo ves o se puede comprobar de una manera científica, no existe”, avanzo decidida.

Puso el punto final, y se preguntó en voz alta, ¿dónde están los viejos tiempos, Cristina, el oficio de escribir, la ilusión, la clandestinidad, el toque de queda, el placer y el dolor de vivir una condena y una salvación diaria; dónde están? Y volvió la imagen de Marcos, lo proyectó en su imaginación alejándose por el viaducto, chapoteando, dando saltitos como un niño, ¡maldita sea!, y pensó, ha terminado el baile.

Una oportunidad en Ginebra le habían comunicado, y el resplandor de las farolas apenas iluminaba esa escena en penumbra que parecía surgida de la mano de Rembrandt, el aire olía a abono y a mierda, una fetidez tan sórdida y penetrante que le provocó arcadas. Marcos se esforzó por irse, y a la vez por retener ese instante que no se volvería a repetir. Su pelo rubio, mojado y pegado a la cara, la piel aterida, rojísima, los pómulos firmes y las manos nerviosas, “Para ya, vale, Cristina, déjalo, no sigas”, cortante, eléctrico, despótico, irresistible: “llévame en la moto, tengo ganas de dormir”.

Cristina metió la bala en el cargador, cerró los ojos, a lo lejos sonaba un trueno, un escalofrío le recorrió la columna vertebral, se puso el cañón en la sien, tenía el tacto helado, acarició el gatillo, una gota de sudor le resbaló por el párpado. Todos sus demonios le incitaban a seguir, la yema con su laberinto digital estaba dispuesta a ejecutar esa orden del cerebro, la respiración galopaba, se sentía viva, más que nunca, y en ese instante se iluminó la pantalla del móvil, “¿Por qué lo mataste, puta borracha?” la madre de Marcos, cada día lo mismo. Aflojó la presión sobre el gatillo, dos perros se despellejan en la calle, estaban rabiosos, arrojó el arma contra la pared y se cogió las manos con la cara y gritó y gritó y se puso a temblar, miró hacia el infinito y la superficie oscura del horizonte le recordó el fondo del lago Lehman, donde un día lejano ya, fue en busca del fantasma de Jorge Luis Borges.