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Agosto Agosto
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Javier Lizaga
Quizá sea un antídoto contra el calor. Ida Vitale agradece las memorias “de milagrosas y narradas lluvias, de mares y manzanas” que le libran, cada verano, del agobio. Es el verano un tiempo propenso a la nostalgia con la inercia de las cuestas abajo por las que nos tirábamos con la bici, cuando éramos, de verdad, valientes. Siempre eran mejor antes las fiestas, había menos sombrillas en la playa y hasta la sandía estaba más fresca. 

Motivos para el desconsuelo, haberlos haylos. Hay quien cruza miles de kilómetros con una minimaleta para buscar una pizzería y unas chocolatinas que tiene en el súper de su barrio. Hay quien se encierra en un crucero para visitar postales en versión “mírame y no me toques”.

Salir de casa es poner en duda esa frase tan de necios, “este es el mejor lugar del mundo”. Este verano he recorrido un país donde los trenes pasan cada 10 minutos, los caminos rurales han mutado en carriles bici, sin hierbas y con bancos de madera que nadie roba. Hay bicis, muchas bicis. Y siempre encuentras alguna sorpresa, como las casitas que allí, siempre custodian un jardín al fondo. Aun así, ni siquiera me atrevo a decir si sí o si no. Solo que me han gustado los Países Bajos. Viajar es dudar. 

El verano te recuerda una manera de deshacer. La sensación de que siempre tienes 30 minutos más para lo que sea. Un paseo que no te lleva a ninguna parte tiene todo el sentido. Si abril y junio son un manual para la juventud, agosto hay que leerlo a partir de los 40. Puedes elegir entre esa nostalgia que solo recuerda que la infancia es el único momento imbatible, o asumir que el verano terminará, pero los que cambiamos somos nosotros. 

“Todo estaba a mi alcance, todo de pronto es nada”, resume Ida Vitale un atardecer, de esos de cielo precioso de agosto. “Solo acepto este mundo iluminado, cierto, inconstante, mío”, empieza un poema como descifrando que de todos los mundos posibles, a veces, olvidamos que es el nuestro en el que vivimos.