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Chuchos Chuchos
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Javier Lizaga

No tengo nada contra los perros, son unos animales muy inteligentes, no puedo decir lo mismo de sus dueños. La otra noche cené junto a una familia que llegó con sus perritos en dos carritos: cinco perros, cuatro humanos, que cenaron con los canes sobre sus muslos, afeándoles que ladraran. Diría que cualquier perro callejero es más feliz. Pero no tienen el cariño de esos perritos, me dirán. El otro día vi en un programa como un perro potaba después de que sus nuevos dueños lo sometieran a una manta de arrumacos. Yo ya sentía las arcadas.

Admiro la paciencia con la que los perros escuchan las palabras de sus tutores. ¿Cómo no van a entenderles? Por eso subrayo su contumacia para no responder: “Cuéntaselo a tu psicólogo”. Este verano he visto a los dueños obligar a los perros a entrar a playas con un gran cartel rojo: “Prohibido perros”. Incluso cada tarde en mi barrio, los generosos perroamantes traen a sus perros a cagar y mear al parque donde juegan los niños y hacen yoga los humanos para compartir con ellos los restos de las mierdas de sus perros. Se que lo hacen por amor, no porque, ellos, sean unos perros.

En Torrevieja, un vecino abandonó 40 gallinas, hoy ya van por 700, han colonizado parques y provocan algún accidente de tráfico. La empresa contratada para “gestionarlo” (26.000 euros) ha renunciado cuando se ha leído la Ley de Bienestar Animal y tiene que reubicar a las aves en poco menos que un hotel.

El sinsentido de los pollos me ha recordado cómo cortábamos rabos de lagartijas o alimentábamos arañas con moscas en un bote. Ni aplaudo el salvajismo, ni creo que nadie viva tan cerca de la maravilla que es la naturaleza como un niño. Iñigo Domínguez relata cómo una ballena queda varada en una playa. Alguien dice que necesita tener la piel húmeda y la cubren de toallas. La marea subió pero la ballena murió. Le abrieron la tripa días después y salieron de allí kilos de plástico. No le auguro mejor futuro a los perros.