Entre comisiones de investigación, declaraciones judiciales y tertulias de bar, la verdad intenta sacar cabeza sin mucho éxito y con un enemigo casi imbatible: cada vez son más quienes entienden que defender una verdad única es autoritario, propio de otras épocas y otros regímenes.
El precio que estamos pagando es que se ha convertido en un bien relativo, maleable: cada quien fabrica la suya. Las redes sociales, los algoritmos y la sobreabundancia de información han erosionado la idea de una verdad objetiva, compartida por todos. Llegados a este punto, la mentira, esa palabra maldita, se ha diluido como el azúcar en el café: la saboreas, pero no puedes separala porque no la ves. Que los políticos mientan sin ningún empacho es un síntoma de una dolencia que si no curamos, acabará matando la democracia. No nos hagamos los sorprendidos cuando sea demasiado tarde: ¡no es inmortal!.
Pero ¿cómo hemos llegado hasta aquí? Durante décadas, depositamos nuestra fe en instituciones, medios de comunicación, gobiernos, universidades; guardianes, creíamos, del conocimiento y la verdad. Los escándalos, la manipulación política y la desinformación dejaron al descubierto que también tienen intereses y sesgos. Cuando las fuentes tradicionales pierden credibilidad, cada individuo busca construir su propia versión de lo real. Al mismo tiempo, la revolución digital, que tanto ha democratizado el acceso a la información, también ha multiplicado las voces sin filtro. En internet, todos podemos opinar, difundir y reinterpretar los hechos. Triunfan los espacios donde solo se escucha a quienes piensan igual para reforzar nuestras percepciones subjetivas. Sin embargo, si todo es relativo, es imposible mantener el rumbo.
Sin acuerdos básicos sobre los hechos, el diálogo es imposible y la manipulación edulcora la realidad de algunos mientras envenena la de los demás. El café sin azúcar es amargo, sí, pero así es. Echarle leche, azúcar o coñac lo convierte en otra cosa que puede que nos guste más, pero no lo llamemos café.
El precio que estamos pagando es que se ha convertido en un bien relativo, maleable: cada quien fabrica la suya. Las redes sociales, los algoritmos y la sobreabundancia de información han erosionado la idea de una verdad objetiva, compartida por todos. Llegados a este punto, la mentira, esa palabra maldita, se ha diluido como el azúcar en el café: la saboreas, pero no puedes separala porque no la ves. Que los políticos mientan sin ningún empacho es un síntoma de una dolencia que si no curamos, acabará matando la democracia. No nos hagamos los sorprendidos cuando sea demasiado tarde: ¡no es inmortal!.
Pero ¿cómo hemos llegado hasta aquí? Durante décadas, depositamos nuestra fe en instituciones, medios de comunicación, gobiernos, universidades; guardianes, creíamos, del conocimiento y la verdad. Los escándalos, la manipulación política y la desinformación dejaron al descubierto que también tienen intereses y sesgos. Cuando las fuentes tradicionales pierden credibilidad, cada individuo busca construir su propia versión de lo real. Al mismo tiempo, la revolución digital, que tanto ha democratizado el acceso a la información, también ha multiplicado las voces sin filtro. En internet, todos podemos opinar, difundir y reinterpretar los hechos. Triunfan los espacios donde solo se escucha a quienes piensan igual para reforzar nuestras percepciones subjetivas. Sin embargo, si todo es relativo, es imposible mantener el rumbo.
Sin acuerdos básicos sobre los hechos, el diálogo es imposible y la manipulación edulcora la realidad de algunos mientras envenena la de los demás. El café sin azúcar es amargo, sí, pero así es. Echarle leche, azúcar o coñac lo convierte en otra cosa que puede que nos guste más, pero no lo llamemos café.
