No puedo con quienes no te dan las gracias cuando les sujetas la puerta, con los gerundios mal colocados, ni con quienes aprovechan la vulnerabilidad del ser humano para hacer negocio: una práctica cada vez más extendida, y lo que es más dañino, mejor disfrazada. Esta semana hemos sabido que un directivo de la compañía Ribera Salud que gestiona un hospital público en Torrejón de Ardoz (Madrid) dio la orden de seleccionar pacientes rentables y ralentizar las listas de espera para aumentar los beneficios (cobra un canon fijo anual de la Comunidad de Madrid, independientemente de los enfermos que atienda).
Todos nos hemos rasgado las vestiduras. No es para menos, pero no entiendo la estupefacción de nuestros ingenuos oídos. Compatibilizar el legítimo derecho de las empresas a obtener beneficios con el de los pacientes a recibir atención sanitaria es extremadamente difícil. Tanto, que ahora mismo solo es posible porque cuando alguien tiene problemas de salud graves (traducido al idioma capitalista: caros) los atiende siempre el sector público.
Así, y solo así, se equilibra el sistema. El mercado busca maximizar beneficios; la sanidad debe proteger la dignidad humana, que no puede gestionarse como una mercancía. Por si fuera poco, en una sociedad como la nuestra, longeva y envejecida, la atención médica es cada vez más necesaria y menos rentable.
A quien resuelva esta ecuación con un resultado en el que todas las partes salgan beneficiadas, habría que darle el Premio Nobel de Economía y el de Medicina (¡que se los den todos!) porque de momento la única forma que parece que se ha encontrado es inyectar dinero de los impuestos de todos a las cuentas de beneficios de unos pocos.
Mientras, algunos intentan convencernos de que la gestión privada siempre es más eficiente que la pública y por eso nos convienen estos conciertos sanitarios. Ahora resulta que eficiente y rentable son sinónimos. No lo sabíamos, por eso nos ha sorprendido tanto que las empresas prioricen sus beneficios sobre el bienestar de sus clientes.
Todos nos hemos rasgado las vestiduras. No es para menos, pero no entiendo la estupefacción de nuestros ingenuos oídos. Compatibilizar el legítimo derecho de las empresas a obtener beneficios con el de los pacientes a recibir atención sanitaria es extremadamente difícil. Tanto, que ahora mismo solo es posible porque cuando alguien tiene problemas de salud graves (traducido al idioma capitalista: caros) los atiende siempre el sector público.
Así, y solo así, se equilibra el sistema. El mercado busca maximizar beneficios; la sanidad debe proteger la dignidad humana, que no puede gestionarse como una mercancía. Por si fuera poco, en una sociedad como la nuestra, longeva y envejecida, la atención médica es cada vez más necesaria y menos rentable.
A quien resuelva esta ecuación con un resultado en el que todas las partes salgan beneficiadas, habría que darle el Premio Nobel de Economía y el de Medicina (¡que se los den todos!) porque de momento la única forma que parece que se ha encontrado es inyectar dinero de los impuestos de todos a las cuentas de beneficios de unos pocos.
Mientras, algunos intentan convencernos de que la gestión privada siempre es más eficiente que la pública y por eso nos convienen estos conciertos sanitarios. Ahora resulta que eficiente y rentable son sinónimos. No lo sabíamos, por eso nos ha sorprendido tanto que las empresas prioricen sus beneficios sobre el bienestar de sus clientes.
