

Lunes 1 de septiembre, para muchos el verdadero Año Nuevo.
El verano meteorológico no acaba, pero la mayoría lo dejamos atrás y eso me ha llevado a pensar en 1816, el año sin verano. Mary Shelley escribía Frankenstein y el volcán Tambora lanzaba tal cantidad de ceniza a la atmósfera en Indonesia que cambiaba el clima de la Tierra. Un tiempo inusualmente frío y lluvioso arruinó las cosechas en Europa y América, lo que provocó hambre, disturbios y migraciones internas. ¿Les resulta familiar?
Entonces fue el frío, que trajeron la ceniza y el gas, lo que arruinó el verano; en 2025 ha sido el fuego provocado por el calor y la pólvora. Las ciudades se han convertido en hornos que obligan a buscar refugio, y las playas, en pequeñas ciudades al borde del mar. Pero, sobre todo, este calor aberrante ha avivado el fuego: 400.000 hectáreas quemadas en España han dejado miles de vidas que ya nunca volverán a ser las mismas. Por si eso fuera poco, la clase política ha convertido la tierra quemada en escenario de una confrontación constante entre gestión eficiente y prioridades electorales que nos hacen añorar la época en la que nuestra mayor frustración era no poder bañarnos después de comer.
A pesar del terrible escenario que ha dibujado el fuego en España, esta no ha sido la peor noticia de este desasosegante verano, solo ha habido que asomarse a la televisión para contemplar casi en directo algo que, tras el holocausto judío, jamás pensamos que volvería a ocurrir: un genocidio. Como si de una endemoniada venganza se tratara, Israel ha asesinado a más de 60.000 gazatíes y se dispone a matar de hambre y de sed a los que quedan, mientras los líderes mundiales lo contemplan fingiendo escandalizarse, en el mejor de los casos. Tal es la barbarie israelí, que incluso ha ensombrecido la brutal sin razón de la guerra de Ucrania.
Entre la pólvora, el fuego y el cambio climático nuestro verano poco se ha parecido a otros momentos de despreocupación y noches templadas; para miles, ni siquiera queda la esperanza de recuperarlos.