En agosto de 2018, tras una fuerte tromba de agua, un puente se desmoronó en Génova. Dejó 43 muertos, obligó a cientos de personas a abandonar sus casas y produjo una conmoción que Italia tardó años en digerir. Tiempo después, uno de los directivos de la empresa que lo gestionaba confesó en el juicio para esclarecer las causas de la tragedia que en 2010 ya supo que el puente “tenía un defecto originario y corría el riesgo de colapsar”.
Ninguna falta de responsabilidad es comparable a la que mira para otro lado cuando de ella dependen vidas humanas, pero permítanme que haga una analogía: La condena de un fiscal general del Estado es una muy mala noticia para todos que revela una falla estructural en nuestra democracia, y no, no es una “victoria de un español particular contra el aparato del Estado”. Implica que los mecanismos de control interno y las garantías de integridad institucional no funcionan.
La responsabilidad individual de García Ortiz existe, y es muy grave, pero las debilidades del sistema, mucho más. Ensalzarlo es tan absurdo como aplaudir que se desplome un puente porque permitió detectar un error de construcción. Además, hechos de esta magnitud alimentan una polarización que, de seguir así, va a acabar corroyendo los cimientos de todas las estructuras bajo las que nos cobijamos.
Y otra cosa, cuando todos los responsables de semejante desaguisado están ocupados construyendo su trinchera, ¿quién se preocupa de cambiar los criterios de selección que garanticen la independencia del poder judicial?
El espectáculo de la caída individual de Álvaro García Ortiz aplaza, una vez más, las transformaciones necesarias que evitarían futuras crisis. Esta condena no es una victoria: es una advertencia. No celebra un sistema que funciona, exhibe sus grietas.
Cuando los puentes por los que debemos comunicarnos, se derrumban, los ingenieros que los construyeron se esconden y los de la competencia se alegran, ¿qué es lo que hay que celebrar, que esta vez no ha habido muertos? Ya los habrá.
Ninguna falta de responsabilidad es comparable a la que mira para otro lado cuando de ella dependen vidas humanas, pero permítanme que haga una analogía: La condena de un fiscal general del Estado es una muy mala noticia para todos que revela una falla estructural en nuestra democracia, y no, no es una “victoria de un español particular contra el aparato del Estado”. Implica que los mecanismos de control interno y las garantías de integridad institucional no funcionan.
La responsabilidad individual de García Ortiz existe, y es muy grave, pero las debilidades del sistema, mucho más. Ensalzarlo es tan absurdo como aplaudir que se desplome un puente porque permitió detectar un error de construcción. Además, hechos de esta magnitud alimentan una polarización que, de seguir así, va a acabar corroyendo los cimientos de todas las estructuras bajo las que nos cobijamos.
Y otra cosa, cuando todos los responsables de semejante desaguisado están ocupados construyendo su trinchera, ¿quién se preocupa de cambiar los criterios de selección que garanticen la independencia del poder judicial?
El espectáculo de la caída individual de Álvaro García Ortiz aplaza, una vez más, las transformaciones necesarias que evitarían futuras crisis. Esta condena no es una victoria: es una advertencia. No celebra un sistema que funciona, exhibe sus grietas.
Cuando los puentes por los que debemos comunicarnos, se derrumban, los ingenieros que los construyeron se esconden y los de la competencia se alegran, ¿qué es lo que hay que celebrar, que esta vez no ha habido muertos? Ya los habrá.
