

Hace unos meses ya dábamos cuenta en esta columna del asunto que nos ocupa, los corruptos y los corruptores. Es curioso como en esta narrativa donde hemos asimilado el liberalismo como plato del “estoesloquehay”, hayamos aceptado tan tranquilamente aquello de que cada uno con su dinero que haga lo que le de la gana. Y hablamos así del dinero como una propiedad, como algo que da solvencia al que lo tiene, sin analizar más allá, sin querer ver más allá del lugar donde procede, de qué es y qué significa ganar dinero y gastarlo donde uno quiere. Porque el hecho de invertir en vivienda, por ejemplo, o en fondos de especulación o en empresas y políticos corruptos, hace que indirectamente esto afecte a tu clase, la obrera, y ahí con el discursito de marras no voy a dar mi brazo a torcer.
Los verdaderos corruptos son los corruptores, sobre todo porque los corruptores siempre están allí, nunca cambia, no suele pasar nada si les pillan (porque es su dinero, dice la gente), suelen estar cubiertos por sociedades, pantallas, testaferros y sinvergüenzas de todo pelaje. Muchos de ellos pertenecen a esa oligarquía española de la que tan poco se habla pero todo el mundo debería conocer, a poco que rascase un poco en la corteza de las mentirijillas que nos venden como realidades. Los verdaderos corruptos son los que tienen y manejan el capital, los que tienen el poder de pervertir a la gente.
Ninguna contemplación con los políticos que meten mano en el cajón de todos, que siguen con la misma canción desde que el mundo es mundo. Pero los peores políticos no son esos (en las filas de algunos partidos son mayoría); los peores políticos son aquellos que no quieren meter mano a las empresas corruptas que favorecen la corrupción. Les deben mucho, o les deberán. Van a los palcos de los estadios y piden créditos, favores y puertas giratorias. Al corruptor no hay juez que lo persiga, muchos también comen de su mano.
Yo me pregunto a veces cómo puede funcionar nuestro mundo con lo empeñados que estamos en que funcione malísimamente mal.