Me llamo Candela y tengo 45 años. Me acaban de diagnosticar cáncer de pecho en un estado muy avanzado. Puedo recibir tratamiento, pero eso no va a ser garantía de nada. De la anterior revisión no me dijeron nada; nada de nada. Yo interpreté que todo estaba bien, casi se me había olvidado, pero empecé a encontrarme mal y ya nada ha sido lo mismo.
Mi caso no es el único, dejaron de revisar mi mamografía anterior y he perdido un tiempo precioso para realizar un tratamiento temprano que quizás me hubiera salvado la vida, pero ahora no solo temo por mi pecho, sino también por mi vida.
Mi marido ha estallado en cólera, no para de echar pestes de todos los que se están anulando la sanidad pública recortando presupuestos, eliminando personal, externalizando a la privada y dejándonos a las personas de a pie desnudas ante enfermedades, solas ante la pérdida de una parte de nosotras, solas ante la muerte; solas porque nadie nos ha atendido a tiempo.
En la consulta me encontré con Sara, solo tiene 28 años y ha perdido su pecho izquierdo. En su mirada se ve el abismo, siente que se lo han arrancado injustamente, siente que eso no tenía por qué haber pasado y sus dientes se aprietan con fuerza mientras una lágrima resbala por su mejilla cada vez que nos encontramos y nos damos un abrazo.
No sabemos mucho la una de la otra, pero no nos hace falta más para saber que han truncado nuestras vidas.
Sole siempre estaba animada, no temía a la muerte, siempre supo que de un modo u otro le iba a llegar y, aunque le adelantaron la fecha, estaba tranquila sabiendo que se iba a un lugar mejor, sin dolor ni llanto. “Ya he llorado todo lo que podía llorar”, decía mientras sonreía.
Nunca dejó que nadie rompiese ese frágil muro que la mantenía en pie, nunca dejó que se apoderase de ella el miedo, dijo adiós a sus hijos y supo que había vivido una vida plena, aunque nunca llegará a conocer a sus nietos, ni volverán a abrazarle, ni volverá a oler las flores en primavera.
Yo me enfrento de la mano de mi familia a un reto de vida o muerte frente al cáncer, tengo pocas posibilidades de vencer al monstruo, pero tengo que hacerlo por mi hija.
Ella no sabe nada todavía, ¿cómo le explico a una niña de ocho años que su mamá puede morir? Debo contárselo para que esté preparada, debo decirle que vamos a quemar estos meses y a disfrutarlos, pero sé que no va a poder ser así.
No voy a poder ocultar mi caída de pelo cuando empiece el tratamiento de quimioterapia, no voy a poder esconder mi pérdida de peso ni voy a poder dejar de lado una debilidad que ya me abruma.
Mi niña va a tener que crecer y madurar de golpe, va a ver a su madre enfermar, va a ver a su madre sin poderse levantar, sin pelo, pálida y con los ojos hundidos en las cuencas por el dolor.
No sé cuánto tiempo voy a estar aquí, voy a luchar cada uno de los días que me quedan contra este mal bicho.
Si sobrevivo voy a gritarles muchas cosas a esas personas que expolian lo público para dárselo a las empresas privadas donde tienen amigos, acciones, y donde supongo que reciben beneficios. No es justo que estén ganando dinero a costa de nuestros cuerpos, a costa de jugar con nuestras vidas y nuestra salud. No es justo que mi hija tenga que vivir sin madre porque destrozan la sanidad pública.
Ya he recibido unas cuantas sesiones de quimio y no está remitiendo. Me estoy preparando mentalmente para lo peor. No, no es cierto. No sé prepararme para la muerte, no sé hacerlo dejando aquí a mi hija, no sé hacerlo si antes no puedo prepararla a ella.
Me mira con esa dulzura suya y sonrío mientras me tengo que aguantar las lágrimas que caen en silencio cuando ella ya no está.
Ya no tengo fuerzas, hoy volverá del colegio con su padre y la casa estará vacía.
